La puesta en escena era la de una insurrección: juramento en plena calle, banderas venezolanas desplegadas al viento, la estampita del siempre disputado y sobrevalorado Simón Bolívar en la mano... Sin embargo, la toma de posesión de Juan Guaidó el miércoles como «presidente encargado» es puntillosamente legalista. A la vista de la Constitución, la misma que hizo aprobar el propio Hugo Chávez, la legitimidad de Juan Guaidó parece indiscutible. Desde el momento en que Nicolás Maduro creó un poder legislativo paralelo, la Asamblea Constituyente a la que atribuyó las competencias de la Asamblea Nacional, todo lo que ha legislado ese órgano inventado es ilegal, incluidas las elecciones presidenciales de mayo pasado. Esto hace que el resultado de los comicios, que ganó Maduro, sea nulo. Y puesto que el 10 de enero no juró su cargo ningún presidente legítimo (Maduro no lo es), se pone en marcha el artículo 233 de la Constitución, que prevé que en caso de ausencia del presidente de la república, sea el presidente de la Asamblea Nacional, es decir Guaidó, quien deba asumir el poder de manera transitoria para convocar otras elecciones. Es lo que ha hecho. El problema está en que el Tribunal Supremo de Justicia, que puede disputar esta interpretación, es un órgano totalmente controlado por Maduro. Pero no hay un conflicto de legitimidades, sino más bien un cortocircuito de la legitimidad.
Legitimidad y poder
Por supuesto, una cosa es la legitimidad y otra el poder. La primera se ostenta, el segundo se ejerce, y está claro que quien lo ejerce es Maduro. Al final, ese poder está en el Ejército. Y aunque Guaidó, precisamente, es hijo de militar y tiene contactos en las altas esferas castrenses, de momento, al menos, el alto mando está con Maduro. Las pocas intentonas que se han venido produciendo han sido obra de oficiales y suboficiales, y todas han fracasado, la más reciente el lunes pasado. Hace tiempo se habló de una asonada orquestada por Washington con algunos altos oficiales descontentos, pero el proyecto se desechó por inviable. Como también se ha descartado la intervención militar directa de Estados Unidos. Donald Trump había coqueteado con la idea el año pasado, pero fue disuadido por el expresidente colombiano Juan Manuel Santos. Efectivamente, una acción de ese tipo podría ser una catástrofe.
Se da mucha importancia al apoyo internacional que ha recibido, y el que pudiera recibir, Guaidó. Es útil, pero solo hasta cierto punto. El más importante es el apoyo de Washington, porque tiene la capacidad de paralizar la economía venezolana por completo. Pero ni eso es deseable ni, en sí mismo, garantiza un cambio de régimen. Se trataría, en todo caso, de un proceso muy lento. En cuanto a la UE, como siempre, se muestra premiosa e incoherente: desde las elecciones de mayo del año pasado ha tenido tiempo de sobra para articular una postura y una estrategia. Ahora resulta que no reconoce a Maduro pero no acepta a Guaidó como presidente transitorio, cuando una cosa llevaría lógicamente a la otra. Bruselas siempre será Bruselas: la política del mínimo común denominador.
Lo que nos lleva a la situación en la calle. La oposición ya intentó provocar la caída del régimen en el 2014 y el 2017 con manifestaciones masivas, que derivaron en violencia. Pero a pesar de una movilización que duró meses y dejó docenas de muertos y miles de detenidos, lo único que se logró fue un reforzamiento de Maduro en el poder y una mayor división entre los grupos opositores. ¿Puede ser distinto esta vez? Puede. En política, cada crisis es una tirada de dados en la que una parte es azar y otra destino.