Ahora resulta que los lazos amarillos se han convertido en el gran problema nacional. Su mantenimiento o retirada de los edificios públicos se ha convertido en la prueba del algodón sobre la «limpieza y neutralidad» de las próximas elecciones. No doy crédito. ¿Alguien pensaba que Torra acataría, sumisamente y sin rechistar, el ultimátum de la Junta Electoral Central? ¿Realmente alguien pensaba que la orden de retirar los lazos amolaría al siniestro personaje o que perjudicaría las expectativas electorales del independentismo?
El secesionismo catalán ha convertido el lazo amarillo, utilizado históricamente en diversas reivindicaciones, en símbolo por la liberación de sus presos. Uso legítimo y amparado por la libertad de expresión, salvo cuando lo hacen suyo instituciones del Estado que a todos nos deberían representar. En este caso entra en colisión con la legalidad y, por tanto, la Justicia debe actuar. Cosa que no hizo, al menos hasta que fueron convocadas las elecciones del 28-A.
La Justicia en España casi siempre llega tarde y a destiempo. Si durante el procés hubiese actuado con premura, por ejemplo el primer día en que alguien desobedeció al Tribunal Constitucional, otro gallo nos habría cantado. Probablemente habría actualmente unos cuantos políticos inhabilitados, pero no tendríamos juicio en el Supremo, ni bizantinas discusiones sobre golpismo, rebelión o naturaleza de la declaración unilateral de independencia. Ni cabezas de listas electorales en la cárcel. Ni políticos presos, ni presos políticos. Ni lazos amarillos.
Ni la Justicia cortó por lo sano entonces, ni después consideró oportuno pronunciarse sobre el gran lazo amarillo que desde hace meses preside la sede de la Generalitat. Da igual, a los efectos de mi razonamiento, el porqué de su inacción: por no estimarlo constitutivo de delito o por tolerancia en un asunto de escasa enjundia. Lo cierto es que ni fiscales, ni jueces se pronunciaron sobre los lazos amarillos.
Después vino Ciudadanos, interesado electoralmente en avivar las llamas de la hoguera catalana, y planteó la cuestión ante la Junta Electoral. Adviértase que este organismo no tiene por finalidad perseguir delitos, sino garantizar la limpieza de las elecciones y la neutralidad de las instituciones públicas en el proceso. El propósito de su ultimátum sería el de quitarle al secesionismo un arma de propaganda. Al igual que en su día le prohibió al partido en el Gobierno cortar cintas e inaugurar obras. Pero la decisión de la Junta tiene el efecto contrario al pretendido: multiplica el impacto propagandístico de los lazos, crea barullo y sitúa la pelota donde le conviene a Torra.
Y así andamos, al compás de quienes desean convertir las del 28-A en las elecciones de los lazos amarillos. La prueba, en este mi país sin lazos amarillos ni rojos: en vez de hablar de los nubarrones económicos, de Alcoa o de Ence, del uso del superávit autonómico, de los ataques al idioma gallego o del estado de la sanidad, los columnistas escribimos sobre los lazos de Torra. Entono el mea culpa.