Los españoles quedamos rendidos de admiración cada vez que los magnates americanos hacen fabulosas donaciones a las universidades de su país, a fundaciones de ámbito internacional y a los grandes hospitales y centros de investigación. Sin necesidad de fijarnos en los mecenas del pasado -creadores de museos, hospitales, instituciones educativas o fundaciones sociales-, una interminable nómina de actuales donantes -entre los que destacan Gates, Buffet, Zuckerberg, Bloomberg, Hasting o Dell- siguen transfiriendo ingentes cantidades de recursos a instituciones públicas y obras sociales de todo el planeta, que, en el caso de Zuckerberg, alcanzan a comprometer el 99 % de su asombrosa fortuna. Algo parecido sucedió y sucede en el centro de Europa, donde la restauración de Notre Dame solo es el último capítulo de una crónica admirable. En justa correspondencia, los ciudadanos de esos países acostumbran a mostrar su gratitud por esta filantropía, sin cuestionar, de forma injusta y temeraria, el origen y la intencionalidad de estas transferencias.
Por eso resulta difícil entender por qué muchos españoles critican aquí lo que admiran allí, como si entre nosotros no fuesen posibles ni el éxito lícito y solidario, ni la riqueza limpia y elogiable. La injusticia se hace más patente cuando afecta a un hombre como Amancio Ortega, el primer trabajador de su propia empresa, el que creó su imperio empresarial y financiero partiendo de abajo; el que abrió espacios de industrialización, innovación y venta con los mejores equipos humanos y con la introducción de la tecnología más avanzada; el que fabrica un producto de consumo acogido en todos los niveles sociales y económicos; y el que mantiene en Galicia su domicilio fiscal y un complejo industrial que es admirado y deseado en cualquier lugar del planeta, por la riqueza que genera, el empleo que crea y el prestigio que da. Y si a este empresario, ejemplarmente discreto, le sumamos los hábitos de transferencia voluntaria hacia la cooperación no gubernamental y hacia los servicios sociales, sanitarios y educativos que marcan tendencia en los países más avanzados del mundo, ¿qué más se le puede pedir?
Lo curioso es que la historia de España tuvo largos períodos en los que este tipo de donaciones y transferencias fueron muy corrientes y dieron frutos ejemplares, adelantándose mucho a la deficitaria acción del Estado, y dejando nuestro territorio sembrado de fundaciones y monumentos perdurables por su belleza y ejemplaridad.
Pero se ve que la ruindad y la envidia siguen siendo componentes esenciales y abundantes de este generoso país. E incluso se percibe, como diría García Sabell, que somos proclives a somatizar nuestras propias miserias, hasta convertirlas en una forma de entender la realidad que nos frustra como personas y nos hace parecer más cutres de lo que somos. Solo así se explica que tiremos piedras y basura contra Ortega, el hombre que deberíamos convertir en el mejor espejo de lo que podemos y debemos hacer.