En algún tiempo fueron los siete magníficos. Ahora no son más que el último reducto de una clase dirigente que vive de espaldas a los problemas de seis mil millones de habitantes del planeta. El G7 evidenció en Biarritz que está fuera del mundo. Tres días, dos cenas -una de gala y otra informal-, un puñado de reuniones bilaterales y algunas fotos son el único balance de una cheíña que en nada ayuda a hacer un mundo mejor.
El G7 -y la contracumbre de los supuestos antisistema, que viven casi todos subvencionados por esos mismos Estados- se ha convertido en un anacronismo. Ya solo representa al 10 % de la población mundial y sus siete miembros apenas suman el 13 % de la riqueza del planeta. Son incapaces de ponerse de acuerdo en casi nada. Si acaso, en el orden en el que hay que colocarse en la foto. Las buenas palabras han sustituido a las acciones y Biarritz pasará a la intrahistoria de la historia como la fiesta con la que Emmanuel Macron intentó coronarse como el pequeño emperador de la UE ante la desintegración de una Angela Merkel en retirada y la irrelevancia de un Boris Johnson al que solo le preocupa el volumen de despeinado de su flequillo y el tamaño de la letra del titular de los tabloides ultraconservadores que jalean su deriva aislacionista hacia un brexit salvaje.
Biarritz no es más que el símbolo de la decadencia de una cumbre que ya no sirve para nada. El balneario costero que un día fue el epicentro de las élites europeas ha servido únicamente para acoger la farra más cara del mundo. Un día después de que despegaran los jets de los mandatarios, la Amazonia sigue ardiendo, la guerra comercial de Trump no atisba tregua al mundo, los migrantes siguen siendo rescatados a cientos -en el Mediterráneo o en Centroamérica- y la desigualdad sigue creciendo. ¿Para qué sirvió Biarritz?