Un amigo que anda luchando con los kilos y cosechando sus primeros éxitos se quejaba del engorro que suponía no tener ropa que ponerse, ni la de modo gordo ni la de delgado. Concluyó su plática con un contundente: «¡Quén me dera ter corpo de pobre!».
Cuerpo de pobre era una expresión que tomó de un amigo suyo, de estos gallegos que domestican la realidad yendo de la Ceca a la Meca, trabajando en los oficios y países más diversos.
Este individuo tenía lo que consideraba un don que consistía, según él, en tener cuerpo de pobre, lo que hacía que, vistiera como vistiera, tallas arriba o tallas abajo, siempre le quedaba bien la ropa. Recibió una generosa herencia de un primo de Valladolid consistente en un ropero inmenso de ropa buena dos tallas más grandes que la suya, sin embargo la paseó con una dignidad pasmosa por todo el mundo y le quedaba perfecta; calzaba un 40 y llevaba un 44 sin problema alguno. Eso es tener cuerpo de pobre.
Pensándolo bien tiene más razón que un santo -matizando qué santos- porque es cierto que hay gente que se pone una coliflor en la cabeza y le queda bien. Llámese clase, ángel, estructura, elegancia, swing... el caso es que tienen el don de tener cuerpo de pobre. El que lo tiene es elegante toda la vida, desde el pañal a la mortaja, inmune a que riquezas y miserias, años o salud amenacen su compostura.
Si lo llego a saber, tras finalizar haciendo podio el tour de force de las Navidades no me hubiera temblado el pulso en pedir a los Reyes Magos que me trajeran un cuerpo de pobre.
Dichosos los elegidos.