Tras el triunfo del Estado liberal, la historia europea estuvo marcada por la lucha entre la monarquía y la república: mientras la monarquía representaba a los poderes más tradicionales (oligarquía, ejército e Iglesia) la lucha por la república expresaba las ansias de avance social y libertad. Por eso ser monárquico o ser republicano era una forma de entender el mundo y manifestar profundas creencias políticas, sociales y económicas.
Pero cuando a lo largo del último tercio del siglo XIX y primero del XX las monarquías europeas se democratizaron al perder los reyes todos sus poderes, aquellas pasaron a ser lo que un gran jurista alemán, Georg Jellinek, denominó «repúblicas con jefe de Estado hereditario». La dialéctica entre monarquía y república cambió entonces de un modo radical al dejar de tener el significado que con razón se le había atribuido en el pasado. Y ello por una razón fundamental: porque al mismo tiempo que existían regímenes monárquicos indiscutiblemente democráticos, el mundo estaba plagado de repúblicas autocráticas.
Basta mirar un mapamundi para constatar hasta qué punto tal contraste, real en el pasado, sigue siéndolo hoy en día: el Reino Unido, Holanda, Suecia, Noruega o Dinamarca -todas monarquías- se sitúan entre algunas de las democracias más avanzadas del planeta, mientras que son y han sido incontables las repúblicas que controlan dictadorzuelos de sable y pistolón o sátrapas que dirigen auténticos sistemas de pillaje. Y no hay que recurrir al Chile de Pinochet, a la Argentina de Videla, a la Cuba de los Castro o la Venezuela del chavismo -todas repúblicas-, pues también en Europa las tenemos de una calidad democrática que está a años luz de la de todas nuestras monarquías: por ejemplo, la Rusia de Putin o la Hungría de Orbán, también las dos repúblicas.
Es la constatación de esta innegable realidad la que convierte el gesto de los separatistas de ERC, JxCat, EH Bildu, la CUP y el BNG en un intento de engañar a la opinión pública, enviándole un mensaje simplemente falso. Y es que el verdadero objetivo de los partidos que el lunes boicotearon la sesión solemne de apertura de la legislatura al grito de «No tenemos rey» no es expresar su rechazo a la monarquía, a lo que tienen pleno derecho, sino afirmar la idea de que por ser una monarquía tiene nuestro sistema político un vicio político de origen o una tara que rebaja la calidad de nuestra democracia.
Cualquiera puede ver que la democracia española ha sido incluida en el grupo de cabeza de las existentes en el mundo por todas las instituciones internaciones que se ocupan clasificarlas, desde The Economist hasta Freedom House. Los separatistas lo saben, como saben también que el apoyo a la monarquía es un potente instrumento de cohesión territorial. Y esa y no otra es la razón por la que se han fijado el objetivo de debilitarla: porque creen que, si llegase a caer, la ruptura de la unidad del país -su verdadero objetivo- sería más factible. Y es en eso en lo que están.