En estos días que recuerdan las grandes guerras, donde cuando se recibía una carta del gobierno uno se echaba a temblar, la muerte se va instalando en torno a la vida, como pasaba en tiempos de nuestros abuelos, en tiempos sobre todo anteriores a los mohos del doctor Fleming. Había muertes a todas las edades, viudos y viudas que se casaban de nuevo, niños que nacían para heredar los nombres de sus hermanos muertos (de tifus, de gripe, de tuberculosis), había vida en medio de la muerte. Luego vino la salud pública y la ciencia. La muerte se arrinconaba en lugares, en edades, en economías, en vicios lejanos. África, la colza, el sida, la senectud. Para ver muertes hubo que ir al cine o ver el telediario. Para celebrarla, a los macroconciertos de rock, Bangladesh, Live Aid por Etiopía. La muerte era algo ajeno. Ya no.
Esta semana ha muerto el mar. Ah, perdón, ha muerto Mar...cos. Del mundo, stop. Ah, no: ha muerto Marcos Mundstock. Gran estudioso de la vida y la obra del compositor Johann Sebastian Mastropiero y la voz de Les Luthiers, se ha ido al otro barrio, donde lo esperaban Buster Keaton, Charlot, Gila, Tip y Coll y Graham Chapman. Y uno recuerda, porque podría servir también para él, la despedida que John Cleese dio a este último, en su funeral, hace ya treinta años. Allí, ante familia y amigos, el humorista irreverente hizo reír y llorar, y todos acabaron cantando el himno de La vida de Brian: siempre mira el lado luminoso de la vida. Porque, desgraciadamente, uno también se puede morir bien o mal.