Don Juan Carlos nació en el exilio, en Roma, miembro de una familia real destronada. Sus errores y, sobre todos ellos, su ansia irracional por el dinero lo fuerzan a acabar la vida como la empezó: fuera de España. Abandonado, repudiado por una parte de la misma España que se había ganado la noche del 23F y convertido en una amenaza para la continuidad de la monarquía constitucional, el rey emérito ha escrito con sus actos, de su puño y letra, un final trágico.
Durante los últimos años, la casa real levantó diques para salvaguardar la institución de los actos de don Juan Carlos, pero uno tras otro fueron reventando por la presión de los acontecimientos. Primero fue aquella imagen insólita de un rey pidiendo perdón, como si un monarca fuese el niño que rompe el jarrón de porcelana de la abuela. «Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir», dijo en el 2012 al saberse que se había roto los huesos una noche en África, después de una jornada de caza de elefantes de la mano de una princesa alemana. Las primeras grietas en la institución ya habían surgido con el juicio a Iñaki Urdangarin, y con la infanta Cristina en el banquillo. El rey no obtuvo el perdón solicitado. Solo dos años después, el incumplimiento de sus obligaciones como jefe del Estado en la Pascua Militar -perdió el hilo de su discurso tras pasar la víspera de fiesta en Londres- obligó a construir otro dique con una decisión insólita: la abdicación.
Con don Felipe empezaba una nueva etapa para rehabilitar y alicatar los muros de la institución. España, Francia o Inglaterra han demostrado comprensión con las infidelidades de sus jefes de Estado. El rey emérito podría dedicarse a sus amoríos y a sus amigos al final de la vida, mientras su hijo tomaba las riendas de la institución, pero tampoco el dique de la abdicación fue suficiente. Rompió cuando a partir del 2018 las pesquisas judiciales en Suiza comenzaron a sacar a la luz la fortuna del rey emérito. Los amores se le pueden perdonar a un rey; los millones opacos, no.
Su hijo renunció a la herencia amasada por su padre en el extranjero, y la Casa del Rey dejó al rey emérito sin asignación. Otra vez, otro dique. También derruido. Ahora, don Juan Carlos abandona España -una vez más, un Borbón exiliado- para evitar que el torrente de sus errores sepulte el reinado de don Felipe. Sin embargo, se equivocarán en la Casa del Rey si creen que el problema está resuelto. Hoy, las dificultades para que el rey consolide su reinado son mayores, aunque resulte paradójico, que las que tuvo su padre cuando recibió la corona del franquismo: es otra España, y son otros los actores políticos, los cuales han encontrado en los errores del rey emérito el trapo bajo el que esconder sus miserias. Para la estabilidad de la monarquía constitucional que es España ya solo queda un dique: los aciertos de don Felipe. Si consolida su reinado no será por haberlo heredado, sino por habérselo ganado a partir de ahora.