En este tiempo de bruma y desconcierto, de descalabro generalizado, se agradece que algunos símbolos se mantengan firmes como faros romanos o catedrales góticas. Por ejemplo, el premio Planeta. El fallo de esta semana nos manda un mensaje a los que el pasado año creímos, con Cercas y Vilas, que se estaban dejando llevar por el canto de sirena de la literatura, pero no. Con una firmeza digna de admiración, en medio de Todo Esto, que diría Tabarés, nos recuerdan que por encima de la metáfora nueva y la palabra justa está el amor tonto. Está, en definitiva, la venta de libros, que para eso tienen montada una editorial.
No es que yo crea que tendrían que premiar a James Joyce, a Onetti o a Celso Castro, pero autores hay menos exigentes, pero no menos buenos, como Juan Marsé y Miguel Delibes, o sí, como Eduardo Mendoza.
Y uno piensa en los insignes miembros del jurado, en la cocina, embadurnados de harina, con las manos en la masa, y con ellos Pere Gimferrer, como un Peter Pan de las letras, el autor de Arde el mar, el que fuera joven académico -y que ahora es el segundo más antiguo-, con la vergüenza reconcomiéndole los versos.
El viejo joven poeta maldito que gritará en el templo durante la consagración la palabra puta.
Y los que se presentan al premio, gentes extrañas y anónimas, que viven en Babia, que son ingenuas hasta lo inquietante, esbozan una sonrisa avergonzada y ocultan a su familia y a sus amigos que un día se presentaron al premio Planeta y no lo ganaron. O, peor aún, que casi lo ganan.