Cuando los griegos crearon el semantema democracia se referían a la capacidad que tienen los ciudadanos para manifestar sus voliciones e impulsar soluciones concretas. Y en esa definición basó Aristóteles la necesidad de limitar el tamaño de la polis. Porque tenía claro que, a medida que la comunidad crece, aumentan la complejidad y la distancia de los problemas, mientras disminuyen el nivel de información y comprensión, y la demanda de explicaciones pertinentes. Eran los tiempos de la democracia directa, y nadie creía que los atenienses pudiesen decidir, por ejemplo, sobre las Guerras Médicas.
Pensando -quizá- que era original, el gran economista y politólogo que fue Joseph A. Schumpeter volvió sobre el tema en 1947 (Capitalism, Socialism and Democracy), para insistir en que el ciudadano masificado «forma parte de una comisión nacional de decisiones que no funciona», que la creciente abstracción de los conceptos políticos, y del actor trabajador y consumidor, disminuyen casi a cero la volición y el sentido de responsabilidad del votante, y que cada ciudadano concreto «gasta menos esfuerzo disciplinado en comprender un problema político que en una partida de bridge» (o de tute subastado).
Ahí tienen ustedes, sin necesidad de recurrir a asesores actuales, la compleja paradoja del brexit, que, planteado como un ejercicio de volición popular al servicio de una democracia impecable, puso la decisión en manos de quienes no tenían ni idea de lo que se traían entre manos, y de los que tampoco tenían interés en informarse y comprender la propuesta, con plena conciencia de que muchos millones de votantes dedicaban más esfuerzo a dilucidar el acierto o el error de la última partida de bridge que a imaginar que el brexit podía introducir un retroceso irreparable en sus vidas y en la parte más brillante de la historia europea.
Siendo la democracia el mejor de los regímenes políticos, su corrupción produce efectos pésimos. Y usar la democracia para lo que no sirve, o con métodos que bordean la prestidigitación, es un grave error, casi nunca involuntario. Por eso me gusta regresar a Schumpeter, o a la alienación de las sociedades de trabajadores y consumidores abstractos, diagnosticada por Erich Fromm (The Sane Society) en 1955. Porque vieron el problema en sus comienzos, y lo diseccionaron mejor de lo que ahora podemos hacerlo, porque la politología actual ya no pretende una sociedad sana, sino aprovechar las grietas patológicas para aumentar el control sobre una sociedad ya enferma.
Hablamos de cosas que no caben en tan pocas letras. Pero les propongo, a modo de tarea, una reflexión sobre esta reducida definición de democracia formulada por Schumpeter: «El método democrático es un dispositivo institucional para la adopción de decisiones políticas, que, mediante una lucha muy competida para conseguir el voto de la gente, les da a algunos individuos el poder de decidir». Porque, aunque creo que no es una buena definición, es, en cambio, un excelente diagnóstico.