Diego Redolar, neurocientífico: «Caminar treinta minutos al día fomenta la formación de nuevas neuronas»
VIDA SALUDABLE
El director del Cognitive Neurolab de la Universitat Oberta de Catalunya explica cómo el cortisol puede modular la expresión genética en el cerebro
16 nov 2024 . Actualizado a las 11:37 h.El cerebro de Diego Redolar funciona a pleno rendimiento, y menos mal, porque lo dedica a estudiar el de los demás. Doctor en neurociencia y director del Cognitive Neurolab de la Universitat Oberta de Catalunya, publica La mujer ciega que podía ver con la lengua (Grijalbo, 2024), un libro en el que explica cómo el cerebro interactúa con el mundo que lo rodea.
La realidad es que la relación entre el sistema nervioso y su entorno no siempre busca dar respuesta a una pregunta profunda. Así es la magia de la neurociencia, que tanto te explica el inicio de una enfermedad neurodegenerativa, como la razón por la cual una persona no te cae bien de primeras.
—¿Cómo va cambiando el cerebro según las necesidades que le requiere el entorno?
—La plasticidad cerebral es una capacidad que, inicialmente, se pensaba que solo se circunscribía a momentos críticos del desarrollo, que es cuando el cerebro se está formando y tiene que adaptarse a esos cambios del entorno para al final guiar ese proceso de ontogenia. Pero, posteriormente se vio que la plasticidad cerebral en corteza o en estructuras como el hipocampo se mantiene a lo largo de nuestra vida. Y esto tiene sentido, porque al final cuando vivimos en un entorno cambiante, en un entorno en el cual nuestra supervivencia depende de las contingencias que ocurren, ser capaces de que nos adaptemos y aprendamos nos hace ser, de alguna manera, más eficientes a la hora de dar respuestas, lo que redunda en esa supervivencia. Evolutivamente, la plasticidad cerebral ha sido la capacidad que nos ha permitido una mejor adaptación, sobre todo a un entorno que va cambiando y que no siempre es el mismo.
—¿Hasta qué edad se produce el desarrollo cerebral?
—Hay diferencias individuales, pero más o menos se estima que alrededor de los 20 años es cuando se van cerrando los procesos de desarrollo cerebral. Nos puede parecer un largo tiempo, porque el ser humano, a diferencia de otros animales que nacen y ya lo hacen con un cerebro bastante desarrollado —por ejemplo, muchos herbívoros que nacen y al poco ya pueden caminar— nosotros requerimos un año para dar nuestros primeros pasos. Y hay estructuras como la corteza prefrontal que hasta los 20 años no termina su proceso de maduración. Esto tiene una contrapartida y es que nos hace siempre muy dependientes de nuestros cuidadores y, por tanto, esa dependencia durante muchos años de esos cuidadores hace que estemos en una situación de vulnerabilidad. Pero, por otro lado, nos da una ventaja evolutiva muy importante, porque nos hace flexibles, es decir, nos permita que ese cerebro se vaya desarrollando en función de lo que vivamos y, por tanto, adecuarnos mejor a las necesidades del entorno concreto en el que estamos. Por eso, en el caso del ser humano, el desarrollo cerebral se ha espaciado tanto tiempo. Luego ya, a partir de aquí, hablamos obviamente de la plasticidad, que está durante toda nuestra vida, pero el desarrollo se culmina a eso de los 20 años, cuando se empieza a cerrar.
—¿Podría darme un ejemplo de cómo se manifiesta esa plasticidad cerebral?
—Sí, se manifiesta de muchas maneras. Por ejemplo, en cómo vemos el peligro. Hay una estructura en nuestro cerebro, que se llama amígdala, que es muy pequeñita y tiene forma de almendra. Esta monitoriza continuamente las señales de peligro; se mantiene en reposo hasta que aparece esa señal. ¿Qué es lo que pasa? Si nosotros vivimos en un entorno muy adverso, que hay señales de peligro constantes, tiene que responder de manera más rápida. ¿Qué ocurre? Cuando estamos en ese entorno donde hay muchas señales de peligro, la amígdala cambia y se hace más reactiva. Los mecanismos de plasticidad hacen que la amígdala sea más reactiva. Cuando estamos en un entorno que, en lugar de haber muchas señales de peligro, no hay prácticamente, es justo lo contrario. La amígdala tiende a ser mucho menos reactiva. Esto tiene una ventaja y es que si vivimos en señales de peligro, tenemos una amígdala que nos permite detectarlas y salvarnos la vida, pero en la sociedad que vivimos, las señales de peligro son diferentes. ¿Qué pasa? A veces, esa plasticidad cerebral hace que la amígdala sea muy reactiva y esto ponga en marcha los llamados trastornos de ansiedad, que es que vemos el peligro donde no lo hay, por decirlo de una manera sencilla. Con lo cual, la plasticidad a veces tiene su cara buena y su cara no tan buena. Otro ejemplo de plasticidad sería, por ejemplo, cómo guardamos nuestras memorias. Hay una estructura que es muy plástica, que se llama hipocampo o formación hipocampal. Es una estructura que forma parte de la corteza y si nosotros la intentamos analizar en tres dimensiones, nos podría recordar, con un poquito de imaginación, a un caballito de mar. Es crítica para consolidar la información, para pasar la memoria de corto a largo plazo. Es decir, guarda la información. Y para ello, necesita mucha plasticidad porque tiene que modificar las conexiones de una manera muy eficiente. Siempre se nos ha dicho que el saber no ocupa lugar, pero sí que lo hace, porque para almacenar nuestros recuerdos modificamos las conexiones de las neuronas. Y es el hipocampo quien tiene esta capacidad muy marcada, es muy plástico y puede cambiar las conexiones de una manera muy fácil para permitirnos que podamos guardar nuestros recuerdos a largo plazo.
—¿Hasta cuándo se puede aprender un idioma?
—Podemos aprender durante toda nuestra vida, lo que pasa es que no tenemos la misma facilidad para aprender cuando tenemos 30 años que cuando tenemos 2 años, porque hay estructuras que son críticas —en este caso en el lenguaje— que en la edad adulta ya han cerrado su proceso de maduración. Y al completarlo, continúan siendo plásticas y nos permiten adquirir nuevos idiomas, pero no lo vamos a adquirir ni con la misma facilidad ni con las mismas competencias. Por ejemplo, una de las cosas que nos puede costar más es la entonación, lo típico que nos dicen: «Tú hablas bien inglés, pero tienes un acento que no es el de una persona británica o estadounidense o australiana». Es un acento raro, un acento que se nota que no eres nativo en ese idioma. Es una de las cosas que más nos cuesta, porque esas estructuras que son claves en el aprendizaje de un idioma ya han cerrado su proceso de desarrollo. Con lo cual, lo mejor es en la infancia temprana, porque esas estructuras vinculadas en el aprendizaje de los idiomas que están muy relacionadas con el lenguaje, todavía están en pleno proceso de maduración y aquí aprendemos los idiomas sin esfuerzo —o sin prácticamente esfuerzo—. Además, también adquiriendo aspectos que después nos va a ser muy difícil de adquirir como es, por ejemplo, el acento en un idioma.
—¿La tecnología puede afectar a la estructura del cerebro?
—Sí, ya tenemos muchas evidencias en diferentes ámbitos. Por ejemplo, el uso de dispositivos móviles, como es el móvil. Se ha visto que en las personas que lo han utilizado desde muy pequeñitos, la representación en el cerebro de los dedos pulgar e índice ha aumentado. Nosotros tenemos una representación de todas las partes de nuestro cuerpo en la corteza que se encarga del movimiento y esta puede variar en función de la plasticidad. Si tú, por ejemplo, eres una pianista, la representación de los dedos en la corteza motora aumentará. ¿Por qué? Porque vas a necesitar más neuronas para mover mejor los dedos. Pues se ha visto, que la representación del dedo pulgar y del índice ha aumentado porque se utiliza más, simplemente. Por otro lado, el hecho de acceder hoy en día a las tecnologías digitales nos permite tener mucha información y de manera inmediata. Resulta que diferentes funciones cognitivas y las redes neuronales que están detrás de estas están cambiando su manera de funcionar. Antes se potenciaba mucho el poder acceder a la información y una vez la tenías, se debía guardar porque lo difícil era acceder a la información. Ahora no, en la actualidad es justo lo contrario, porque accedemos a mucha información, y lo que se está promoviendo es el funcionamiento de redes neuronales que nos permiten identificar cuál es la información más necesaria y óptima para nosotros. Otro ámbito es el de los videojuegos, que hemos estudiado mucho en el laboratorio. Es cierto que suponen un problema porque pueden provocar una adicción bastante grave. Pero a nivel cerebral, estamos viendo que su uso facilita diferentes funciones cognitivas, diferentes tipos de atención —la sostenida, dividida atención ejecutiva o el cambio atencional—, también las capacidades visoespaciales de la persona; todo lo que es la función ejecutiva, es decir, el resolver un problema, buscar la estrategia más adecuada para resolverlo; facilita la memoria a corto plazo y también la memoria espacial, entre otras funciones que se han visto. Es decir, el videojuegos modifica funcionalmente el cerebro y facilita diferentes funciones cognitivas. Hay muchas evidencias sobre este aspecto.
—El cuerpo está hecho para moverse, ¿el cerebro también?
—Sí. Fíjate, caminar treinta minutos diarios —simplemente caminar— fomenta la formación de nuevas neuronas en el hipocampo, que es esa estructura tan importante para la memoria. Esto tiene una importancia crítica. Una de las cosas que en los años noventa se decía del cerebro adulto es que no se forman nuevas neuronas, que una vez ya desarrollado, tiene las neuronas que tiene y no se forman nuevas neuronas. Hoy sabemos que esto no es así, que se forman nuevas neuronas en un proceso que se llama neurogénesis. Esto se produce en dos partes de nuestro cerebro, en el hipocampo y en el bulbo olfatorio. ¿Y qué sucede si no se forman correctamente esas nuevas neuronas? Pues que tenemos alteraciones en los mecanismos de memoria y pueden provocar alteraciones en el estado de ánimo. Por ejemplo, en la depresión mayor se ha visto alterada esa neurogénesis hipocampal. En resumen, si nosotros andamos, ayudamos a que nuestro hipocampo tenga más neuronas que van a ser útiles para nuestros mecanismos de memoria y también para prevenir enfermedades como la depresión mayor.
—¿Cómo el entorno puede apagar o encender los interruptores genéticos que tenemos?
—Hoy en día ya sabemos que hay diferentes factores ambientales que pueden ayudar a regular el funcionamiento de los genes: apagarlos, encenderlos, hacer que funcionen más, o que funcionen menos. Hay un montón de cosas que se pueden hacer. En lo que concierne a neurotransmisores como la dopamina o la serotonina, hay genes que son importantes para su síntesis pero también para los receptores en donde ellas actúan. También sabemos que hay factores ambientales que son muy importantes para la regulación de genes que son críticos en el caso del cerebro humano, y uno de esos es el cortisol.
—¿Por qué?
—El cortisol es la principal hormona que se libera en situaciones de estrés y es uno de los principales efectos ambientales que puede modificar de manera negativa la expresión de los genes en el cerebro. Y aquí también tenemos muchas evidencias de cómo puede tener esos efectos negativos. Pero la cosa se complica, porque no es tanto el nivel en el que se encuentra esta sustancia sino el contexto en el que está la persona, porque si el individuo percibe que tiene control de la situación, a pesar de que sea estresante y que se libere cortisol, el efecto sobre esos genes a nivel cerebral no será negativo. Todo esto nos llama la atención porque el contexto, incluso la percepción que tiene la persona, influye en cómo los genes se activan o desactivan.
—En su libro señala que en función de los genes vinculados a la dopamina o a la serotonina se pueden explicar diferencias individuales en la cognición y en la conducta.
—Pues sí. La serotonina y la dopamina han sido las dos sustancias neurotransmisoras más estudiadas a nivel genético. Y en el caso de la serotonina, por ejemplo, cambios en cómo se expresan los genes o en las formas alternativas de los genes que presentamos a las personas, nos pueden explicar, por ejemplo la probabilidad de conductas agresivas, es decir, la propensión que una persona tenga para ser agresiva o no. Esto se puede explicar en función de los genes vinculados con la serotonina. O en el caso de la dopamina, una de las cosas que podemos explicar es por qué hay personas que buscan más el riesgo y por qué hay personas que tienen más probabilidad de ser adictas.
—¿Qué marca la inteligencia: genética o entorno?
—La inteligencia es bastante compleja; de hecho, es uno de los constructos que más nos cuenta estudiar desde la neurociencia. Intervienen muchísimas redes neuronales, muchas capacidades, hasta que al final entendemos el constructo de inteligencia. Desde la psicología se han hecho muchas aproximaciones, pero ya cuando lo intentas aterrizar a redes neuronales, nos cuesta mucho porque es un funcionamiento global de diferentes redes, incluso de todo nuestro sistema nervioso, de la efectividad que tiene a la hora de comunicar la información entre los dos hemisferios, o apagar y encender determinadas redes. Es algo bastante global a la par que complejo a nivel de neurociencia. Se puede intentar medir, pero a la hora de la verdad, cuando lo llevas a la neuroimagen para ver qué hay detrás, nos perdemos porque realmente lo que vemos es que no tenemos biomarcadores claves para decir que haya más o menos inteligencia.
—El cerebro de Einstein sí se estudió.
—Sí. Se observó que había mucha conectividad entre los hemisferios, muchos astrocitos, que es un tipo de célula glial. Así que puedes pensar que a más astrocitos, más conectividad. Pero ¿quiere decir que hay más inteligencia? Podría ser, pero hoy en día no tenemos respuestas claras desde un punto de vista de la neurociencia.
—¿Qué se puede hacer para tener una mejor salud cerebral?
—Para mí lo más importante es el ejercicio físico. Caminar es crítico porque se forman nuevas neuronas. El dormir bien, porque ayuda a limpiar toda la basura metabólica que se ha generado durante el día, lo cual es crítico también. Después, llevar a cabo una actividad cognitiva continuada, como leer, contribuye a tener un buen envejecimiento cerebral. Y después, una de las cosas que a veces no se le da importancia además de la nutrición, es tener apoyo social. Si tenemos una buena red social minimiza mucho el efecto del cortisol y facilita el que tengamos una buena salud cerebral.
—¿Por qué una persona puede caernos mal sin conocerla?
—A veces sucede que hay personas que, sin información previa, ya decimos que no nos generan buenas vibraciones. Fíjate, que decimos vibraciones porque nos cuesta mucho definir esa sensación. Esto se debe al papel de estructuras importantes en el procesamiento emocional, que son la amígdala y la ínsula, otra parte del cerebro. La comunicaicón entre estas dos es la que nos provoca es apercepción de confianza o desconfianza.
—¿En qué se basa?
—Fundamentalmente, en su rostro. Cuando tenemos información previa, nuestra corteza prefrontal es la que nos dice que nos guiemos por experiencias o por conocimientos que tenemos; se basa en el razonamiento. Pero claro, cuando no hay información y la confianza se basa en lo que vemos, el rostro. ¿Qué eso tenga una función evolutiva? Pues no la hemos encontrado. Los rostros simétricos suelen dar más confianza; y las cejas en V invertida o los dientes largos, más desconfianza. Pero no son cosas que nos sirvan en la cognición social-humana.