Para casi todos aquellos que no son británicos, Felipe de Edimburgo ha sido durante años ese señor estirado que caminaba detrás de Isabel II. Una especie de tío abuelo que saludaba desde el balcón de palacio. Para bien y para mal, Netflix le abrió al duque la puerta de la casa de millones de personas con la serie The Crown. De repente, el consorte de la reina tenía vida propia en la ficción, que iba deshojando el pasado en cada capítulo, matando las polillas con el calor de los focos e iluminando rincones casi olvidados. Seguramente nunca se sabrá hasta qué punto el marido de Isabel se sintió frustrado al comprobar que no era el rey (ni oficial ni oficiosamente). Ni cómo fueron los escarceos que se deslizan en la ficción. Ni si es cierto que se quedó hipnotizado por el viaje del Apolo 11 a la Luna mientras sentía que su labor era insignificante en la Tierra. Lo que es poco probable es que compartiera con su mujer la teoría de los Windsor que explica en un capítulo en el que Margarita eclipsa a Isabel: «Imagina una criatura mitológica, un águila de dos cabezas. Imagina que nos representa, a esta familia. Siempre ha habido los Windsor deslumbrantes y los aburridos. Y así desde Jorge V hasta la reina Victoria. Una línea ininterrumpida de flemática y pomposa monotonía. Junto a esa vena aburrida, diligente, fiable y heroica, discurre otra. La deslumbrante, la brillante, la individualista. Y la temeraria. Y por cada Victoria hay un Eduardo VII. Por cada Jorge V hay un príncipe Eddy. Por cada Jorge VI hay un Eduardo VIII. Por cada Lilibeth hay una Margarita. Tú eres la reina y ella es tu temeraria hermana pequeña». El duque de Edimburgo apuntaló esa parte rocosa, árida y, en apariencia, menos fascinante. Y The Crown le sacó punta.