Don Quijote murió el mes pasado en Tiflis, la capital de Georgia, de coronavirus. Es una manera de decirlo. Más bien ha fallecido el actor que lo había interpretado en una versión cinematográfica soviética de los años ochenta. Pero el hecho es que el veterano Kakhi Kavsadze había tenido tanto éxito encarnando su papel que para los georgianos y rusos hoy adultos era la imagen misma del Hidalgo de La Mancha. No es poca cosa. Unamuno decía que tan solo los ingleses y los rusos habían entendido de verdad el Quijote, y se puede decir que en ningún lugar ha tenido tanto impacto el mito quijotesco como en Rusia.
Sobre el porqué de esa obsesión de la cultura rusa con el Quijote hay muchas teorías, y ninguna del todo convincente. Pedro el Grande debía de haberlo leído ya en alguna versión alemana (no estaba todavía traducido al ruso) porque cuando llegó a los Países Bajos hizo una broma sobre el hidalgo y los molinos de viento. Catalina la Grande mandó recoger en libro todos los refranes de Sancho, y yo supongo que gobernó Rusia guiándose por ellos, como si se tratase de la Ínsula Barataria. Pushkin aprendió el español únicamente para poder disfrutarlo en el original y Turgueniev, que lo hablaba aún mejor (tenían un trío poliamoroso con una española cuyo marido era un francés hispanista), se puso a traducirlo sin llegar a terminarlo nunca. Almas muertas de Gógol, El idiota de Dostoyevski y muchos otros grandes libros de la gran literatura rusa están basados en el Quijote. Luego, en la época soviética, Lunacharski se sacó de la manga un Don Quijote liberado con un disparatado mensaje bolchevique, y Kozintsev hizo en 1957 una película que, aunque extraña y arbitraria, a mí me gusta por su maravillosa ambientación, que hace que Crimea parezca más manchega que La Mancha, y porque los decorados y el vestuario los diseñó el pintor Alberto Sánchez, que también era manchego y estaba allí exiliado (no hay mejor guía para la memoria que la nostalgia).
La historia de los Quijotes rusos, en fin, es la historia de Rusia, encarnada en él. El que interpretó el recién fallecido Kavsadze, en 1988, ya era el Quijote de la época de Gorbachov, un Quijote del hijo de una víctima de Stalin en una película dirigida por el hijo de otra víctima de Stalin. Era un Quijote romántico pero desengañado, más desencantado que enloquecido, su Triste Figura más patética que triste. Era como un Quijote que hubiese leído el Quijote y saliese a «desfacer entuertos» a sabiendas de que hay entuertos que, al deshacerlos, se crean otros nuevos y peores.
En la España de hoy, Don Quijote seguramente no estaría todavía vacunado, porque, aunque solemos imaginarlo como un anciano (nuestro gran Fernando Rey lo interpretó con 75 años) lo cierto es que en la novela «frisaba con los cincuenta años». No estaba tampoco vacunado Kakhi Kavsadze, que ingresó en el hospital por primera vez ya muy grave en noviembre. Pareció que se recuperaba, y en diciembre le dieron el alta. Pero volvió a ingresar en febrero, tras una recaída, y ahora ha muerto a finales de abril, que es precisamente la fecha en la que muere en la novela el personaje de Cervantes. Hasta en esto ha sido fiel el actor a su personaje. Así que yo le veo, inevitablemente, como en la ilustración de Doré que aparece en la vieja edición que tengo del libro: derrumbado en la cama del hospital, aunque en este caso solo. Entonces el actor, en su fiebre, creyéndose el personaje, le diría a alguna enfermera: «Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño». Y expira, uno más entre millones.