La vacuna no es la solución definitiva a la pandemia, pero es vital para frenar su expansión. La vacunación de norteamericanos y europeos les devuelve cierta normalidad, pero no erradica el virus. El suministro a los países pobres de vacunas fabricadas en los países ricos, a la vez ayuda humanitaria y negocio, resulta insuficiente para una vacunación masiva de los marginados de la aldea global. Por el momento, y por más que avance la globalización, el mundo continúa con un modelo centro-periferia.
Si no se vacuna a todo el rebaño, no habrá inmunidad de rebaño. Si se tardan varios años en hacerlo, aparecerán nuevas cepas resistentes a las vacunas actuales. Si los países pobres no pueden fabricar vacunas, no habrá vacunación masiva en los mismos. Si no hay vacunación general en ellos, variantes del virus nacerán ahí y se expandirán por todo el orbe. Si el virus vuelve a los países ricos, estos serán más pobres. Pobreza y virus van de la mano, aunque esté afectando más en América que en África.
Ponerse ahora puristas con la propiedad intelectual de las vacunas es priorizar el interés de las multinacionales farmacéuticas sobre la salud de las personas. Han inventado vacunas en tiempo récord porque recibieron fondos públicos para la investigación y las han colocado pronto en el mercado gracias a las compras de las administraciones públicas. A pesar de la guerra comercial entre ellas, hacen causa común frente a una suspensión temporal de patentes que permita fabricar vacunas a modo de genéricos.
Sorprenden los argumentos sobre la incapacidad de los países pobres para producir vacunas cuando, por ejemplo, la India, que acapara nuevos contagios y nuevas cepas, cuenta con una potente industria farmacéutica. Sorprenden las dudas de los socialistas en el Parlamento Europeo, votando en contra de la suspensión y rectificando al rebufo de USA. Una cosa es tener la patente de una vacuna y otra distinta tener patente de corso para abordar la vacunación mundial.