A la cubana de La Habana le importa poco que ya no mande un Castro. De niña, cuando aún había de todo, le enseñaron a cocinar arroz a la cubana. Untaba con aceite su vieja taza de desayuno, la llenaba de arroz hervido, la volcaba como un flan, con salsa de tomate y huevo frito encima, a modo de homenaje a la madre patria, y la abrazaba con plátanos fritos, cual guirnalda caribeña. Ahora ya no emplata así, ya no está para presentaciones festivas; extiende el arroz por el plato y lo revuelve todo. Siempre fue más revoltosa que revolucionaria.
A la cubana le importa poco el peso del turismo en la balanza de pagos, le preocupa más que sus tíos de Florida puedan seguir viniendo a isla cada año y, sobre todo, le sigan girando unos cientos de dólares cada mes. Sabe que hay una Pequeña Habana en el cercano Miami; sabe que allí hay un lobby de cubanos; sabe que algunos balseros se han jugado la vida; sabe que hubo pies secos, pillados en tierra firme, y pies mojados, pillados en alta mar; sabe lo que es escuchar largos discursos con repetidas retahílas contra el vecino del norte; sabe que el vecino trata los asuntos cubanos como asuntos domésticos, porque considera el Caribe su Mediterráneo.
Con presidentes republicanos o demócratas, el vecino del norte se ha gastado millones de dólares en erosionar al castrismo. Los dirigentes del régimen han envejecido, pero los disidentes de Miami también. Unos y otros han obligado a la cubana a inventarse y reinventarse en un permanente estado de excepción. Todo es discutible, excepto que la soberanía del país pasa por la soberanía alimentaria. Sin embargo, continúa el embargo.
La cubana no sabe de cumbres mundiales sobre seguridad alimentaria, donde hablan del derecho a la nutrición y al desarrollo, pero ha hecho de la necesidad virtud a la hora de combinar unos cuantos víveres para la nutrición y desarrollo de su familia. Ahora, cuando escasea hasta el arroz, nadie le va a enseñar cómo se hace el arroz a la cubana.