En los últimos meses en Galicia se ha desatado un conflicto entre la población y las UTE de la energía eólica que buscan acaparar subvenciones, al amparo de la descarbonización de la Unión Europea (fondos Next Generation). La energía eléctrica, obviamente, la paga el consumidor, aunque la factura incluya varios misterios cuya solución, como decía Bob Dylan en 1963, «is blowing in the wind». El 50 % del precio de la energía son impuestos y multas: una por contaminar con CO2 (siempre hay alguien que lo hace y el último, el usuario, asume, conscientemente o no, el gasto; la otra por obtener energía limpia (eólica marina o terrestre), más cara que la obtenida con carbón, lo que implica una subvención estatal para aproximar el precio de la eólica (terrestre y marina) al de la hidroeléctrica, más barata, o al de la nuclear, aún mas barata, venga de España, de Francia o de Marruecos. Al final tenemos el precio de la energía más caro de la historia. Y como empieza a haber superávit de energía (en Galicia es del 30 %), con la que sobra, o va a sobrar, se quiere obtener un nuevo combustible más caro y mas energético: hidrógeno fabricado por hidrólisis con agua y energía verde (hidroeléctrica o eólica) y no con energía marrón (la obtenida de quemar carbón, gas o petróleo). Pasar de energía sucia, pero más rentable, a otra de poder calorífico superior, la del hidrógeno, obligará a un cambio total de la sociedad: nuevos motores, redes de distribución de gas o de energía hidroeléctrica o eoloeléctrica por toda España, eliminar el petróleo interrumpiendo el transito de buques tanque y cerrando refinerías y campos petrolíferos. ¿Y quién va a pagar la fiesta? Pues inicialmente un presupuesto extraordinario de la Unión Europea, una inyección para España de 140.000 millones de euros entre transferencias no reembolsables (72.700 millones) y préstamos (67. 300 millones), claramente insuficiente.
Nuestra sociedad necesita quemar materia orgánica, transformada, por enterramiento, en petróleo, carbón y gas natural. Pero además de ser limitada en reservas, es altamente contaminante, pues produce CO2, un gas con efecto invernadero, malo para la atmósfera (aunque bueno para la vegetación, que prospera gracias a él). La solución para evitar la contaminación con CO2 es no quemar combustibles fósiles, aunque estos, tarde o temprano, acaben ardiendo, pues es imposible mantener intacta la vegetación desarrollada en parte del 25 % de las zonas situadas fuera del agua (los continentes). Y los incendios, espontáneos o provocados, reintegran el carbono a la atmósfera alterando sutilmente la proporción actual entre oxígeno (20,94 %) y CO2 (0,0004 %). Claro que la vegetación apenas retiene un 20 % del CO2 que se inyecta a la atmósfera. El resto cae, con la lluvia, al mar, almacenándose temporalmente en el agua, donde los organismos marinos lo utilizan para construir sus caparazones. Y al morir el organismo sus restos se acumulan en los fondos oceánicos, transformándose en rocas carbonatadas. Pero la actividad geológica, la tectónica de placas, reintroduce en el interior de la Tierra tanto las rocas calcáreas como los depósitos de materiales orgánicos, liberando de nuevo el CO2 a través de los volcanes. Y también la actividad humana libera el CO2 estabilizado, por ejemplo fabricando cemento, o usando calcio como corrector de suelos en zonas de rocas félsicas (es el caso de Galicia).
La geología demuestra que lo más efectivo para controlar el CO2 es el enfriamiento de la superficie de la Tierra, es decir, una glaciación (es lo que ha ocurrido durante el Pleistoceno los últimos 2,58 millones de años). El clima ha variado mucho durante esta etapa de la historia terrestre, alternando fases breves, del orden de 100.000 años, donde la Tierra se enfría dando lugar a la formación de hielo glacial y el nivel del mar desciende hasta 145 metros. Se alterna el frío con fases cálidas, como la actual, de unos 15.000 años; la superficie terrestre se calienta, se funde el hielo y se eleva brevemente el nivel del mar en algunas costas. Hace 15 milenios acabó la última glaciación en el hemisferio norte y se produjo un calentamiento de la superficie de la Tierra, que afectó especialmente a dicho hemisferio. Ahora toca una nueva glaciación, una nueva etapa fría, que es lo que se pronostica que empezará a ocurrir en los próximos cien o doscientos años.
En este contexto, ¿servirán de algo los esfuerzos de la Unión Europea para cambiar las actuales tendencias climáticas mundiales? Esencialmente, la transición a la energía limpia -es decir, eólica, hidroeléctrica, geotérmica, solar-, si se lleva a cabo, va a producir graves distorsiones en la actividad industrial con la eliminación de la gasolina, gasoil y queroseno. Va a ser complicado sustituir el parque móvil actual por uno nuevo basado en hidroelectricidad, eoloelectricidad o en el hidrógeno y oxígeno verdes obtenidos por hidrólisis del agua. Pero no hay duda de que lo conseguiremos mientras contemos con el resto del mundo fabricando para nosotros, con energía marrón, los productos necesarios para mantener nuestro Estado de bienestar. Es difícil justificar que una sociedad europea cada vez más atrasada respecto a lo que considerábamos hasta hace poco Tercer Mundo, y con una dependencia de este cada vez mayor y más exigente, pueda mantener esta situación. Sería irónico que acabáramos comprando coches eléctricos, o movidos por hidrógeno, en el Extremo Oriente, que los fabricará con energía marrón. ¿Qué va a dar, a cambio, a sus proveedores la Unión Europea? Para empezar, la República Popular China ya ha prorrogado su convergencia con la descarbonización casi medio siglo (2060). Y el resto de los países proveedores de materias primas y productos transformados se acercarán más a la opción china que a la europea por puro pragmatismo. Y la historia geológica dice que durante la próxima glaciación Europa y Norteamérica serán las que sufran más los efectos del hielo. Al llamado Primer Mundo le conviene que no se enfríe la Tierra.