Cuando alguien muere como un perro en el paseo marítimo que recorres a diario, piensas en lo poco que vale una vida y en lo nada que vale una muerte. Si los asesinos rabiosos son encarcelados, retirados de la circulación durante unos años, puedes creerte aquello de muerto el perro, se acabó la rabia. Puedes creértelo, pero no es así. La rabia no se acaba, se propaga. Discutir si la rabia se transmite por animales domésticos o salvajes, por cachorros de manadas estructuradas o desestructuradas, solo sirve para tener un diagnóstico más preciso. La incubación es rápida y los infectados atacan sin motivo aparente, a menudo con resultados letales. La rabia está en las calles y en las redes, sumando a la crisis, agravada por la pandemia, la confusión, la xenofobia, la misoginia y la homofobia, mientras no se está investigando sobre una vacuna que inocule civismo.
No hay que insultar, ofender, generalizar, ni lanzar dardos de odio contra el odio. Hay que desenmascarar y poner en su sitio a los padres que no educan a sus hijos; a los hipócritas de las causas de banderita y etiqueta; a los gobernantes contemplativos; a los políticos incompetentes que presumen de defender un modelo de convivencia y no saben cómo hacerlo; a los inútiles que no tienen nada previsto para contrarrestar acciones previsibles; a los pusilánimes por su falta de concordancia entre el ejercicio y el ejemplo; a los ineptos que no son capaces de detectar el virus de la rabia en su propio entorno. No se trata de una confrontación entre culturas, sino entre cultura e incultura. Vivimos en una de las sociedades más seguras y con más derechos civiles. En la defensa de este modelo de sociedad hay que ser radicales. Ser radical es ser sustancial, firme, no extremista, ni fanático, ni sectario. Hay que tomar precauciones, porque perro con rabia a su dueño muerde. Hay que tomar conciencia de que ningún ser humano merece morir como un perro. Ni siquiera un perro merece morir como un perro.