Misión: llegar a Londres saliendo de Lavacolla. Aviones hay, ya que Vueling opera esa ruta con destino al aeropuerto de Gatwick. Pero lidiar con la burocracia que impone Gran Bretaña no resulta nada fácil. Y entra en la categoría de lo imposible para quien ignore el idioma de allá. El cronista -vacunado y con las dos dosis iguales, puesto que si se trata de vacunas diferentes ya no puede viajar a ese país- se somete tranquilo a una PCR, que, claro está, da negativa. No puede redactarse en gallego ni valen antígenos. A partir de ahí, y con la ayuda de una agencia de viajes, recibe un enlace con dos formularios que procede cubrir en línea. En inglés, por supuesto.
Los formularios resultan ser bastante enrevesados. Y lo son porque esconden pequeñas trampas, no ya porque pregunten hasta fila y letra de su asiento, sino porque de repente se abre una ventana que pide explicaciones complementarias, hay que repetir, en inglés. Por ejemplo, da tres posibilidades para que la Administración británica se contacte con el indispensable móvil (sin móvil y sin correo electrónico no se entra): por llamada, por SMS o da igual. El cronista marca SMS. Y sale la ventanita interesándose en el por qué -parece ser es digno de sospecha eso de no querer hablar- o se acaba ahí el viaje.
En paralelo, una web muy complicada indica cientos de sitios donde el futuro visitante tiene que hacerse otra prueba en las 48 horas después de haber aterrizado. O uno marca a rumbo y a esperar que no le quede a dos horas de dónde está, o bien tiene un domicilio exacto para recibir ahí el material (que luego llevará al correo) o bien recurre a los amigos ingleses, que son los que cubren otro formulario y ponen su visa para concertar y pagar, confiando en la devolución del dinero por parte del viajero.
Con los deberes hechos, varias horas después mandan un QR y un código que el cronista debe pasar a la agencia de viajes para que cubra el último formulario, y recibe el aviso de que se está analizando mi solicitud de entrada en la otrora Pérfida Albión. La respuesta, por cierto, nunca llegó, pero al menos el estar en posesión del QR y del código permite desbloquear las tarjetas de embarque.
Con la duda en la cabeza, a Lavacolla hay que ir con mucha antelación. El personal de Vueling se afana a toda prisa en la facturación. «Ya ve cómo estamos», dice resignada una de esas trabajadoras, ignorante de que tiene delante a un periodista. «Encima, con la crisis les redujeron personal», añadirá más adelante alguien del control de seguridad.
Aquello es un sinvivir. La gente se pone nerviosa porque va pasando el tiempo (el cronista aguantó 38 minutos en la cola) y teme que el avión despegue. Además, a pesar de las advertencias muchos viajeros no llevan la documentación preparada, y uno se queda en tierra porque no le llegó a tiempo el resultado de la PCR y tres cogen sendos taxis ya que se dejaron en la mesilla de noche el resultado y no lo llevan en el móvil. «Carmen, piden lo de que tenemos allá concertado el test ese». «¡Pero si lo tienes tú, te lo he dado al salir!». Y atrás surge un murmullo de desaprobación.
En el control de seguridad saben que los pasajeros vienen a cuentagotas y a todo correr, pensando que está todo hecho. Y no, porque para entrar en el avión hay que mostrar tarjeta de embarque y pasaporte o DNI. Vuelve la cola, hay quien enseña el PCR en vez de la identificación, se pone a rebuscar, más de uno eleva algo la voz, descontento, se oye un «dígaselo a los ingleses» que espeta una mujer que emigró a Londres hace casi 30 años.
Al final el vuelo sale en hora y resulta hasta aburrido: nada que contar, excepto que el espacio entre asientos parece encogerse cuando al cronista le toca al lado un hombre tan amable como voluminoso, sudoroso porque fue el último en subir al avión.
Y en Gatwick, normalidad absoluta. Si se va con niños las colas vuelven a ser largas (siempre lo fueron), pero si se viaja sin ellos es colocar el pasaporte sobre un lector, mirar a una cámara, cruzar los dedos y esperar a que se abra la puerta. Pasan los de al lado, pasan los siguientes pero la puerta del cronista tarda unos interminables dos minutos en abrirse, tantos que dos vigilantes se van acercando y uno teme lo peor: que no le dejan poner un pie en suelo británico, que el día 1 de octubre endurece las condiciones para entrar. Falsa alarma y final feliz: esta crónica fue enviada desde la localidad de Reading, a pocos kilómetros de Londres. Eso sí: el test que hay que hacer en las 48 horas siguientes es de tal complejidad que en la práctica imposibilita el viaje.