Cuando un compositor ya ha elegido la letra de una sinfonía -como la Novena de Beethoven-, o de una coral de ópera -como el Va pensiero de Verdi-, o de un himno revolucionario como la Marsellesa de Rouget de Lisle, o del sugerente bailongo que se marcaron C. Tangana y Nathy Peluso en la catedral de Toledo, aún le queda la difícil tarea de elegir el ritmo y la tonalidad que van a determinar el resultado final de la partitura. Porque, sobre los significantes constituidos por la letra y las melodías, también las tonalidades y los ritmos hacen posible la compleja interpretación de los mensajes.
Lo mismo, creo yo, sucede en la política, donde una misma frase, que si solo fuese escrita tendría el valor de una comunicación objetiva, puede verse alterada por los ritmos y los tonos del discurso, hasta el punto de generar significados contrapuestos. Las madres, o al menos las madres de mi juventud, eran especialistas en el arte de evaluar a nuestros primeros amores en función de cualquier frase real o inventada, ya que la base de su apodíctico juicio no estaba en la letra que se citaba, sino en el tono y en el retorcimiento facial con el que era reproducida. Ese tono -llamado retintín- se imponía sobre la letra, y por eso una misma frase literal podía servir para descalificar a la que más nos atraía, o para elevar a los altares a la que no acabábamos de ver.
Con este esquema analicé yo los discursos pronunciados por Sánchez esta semana, en la que, sobre la plúmbea monotonía de sus letras, he descubierto la acidez, el descaro y la agresividad de las respuestas que daba en el Congreso, y la meliflua resolución verbal que utilizó en Yuste y en la entrevista de La Sexta. Usando en los dos casos la misma letra -«a mí me preocupa la gente y al PP los plutócratas; el que está conmigo es un demócrata y el que se enfrenta a mi es un fascista; a mí me mola gastar y gastar y a Casado recortar y recortar»-, el carismático Sánchez actúa en el Congreso como Terminator, sin contestar las preguntas y barriendo con su ametralladora verbal a todo el centroderecha, y en Yuste y La Sexta como San Francisco de Asís, rebosando humildad, tratando a los lobos de Gubbio como si fuesen hermanos, y suplicando comprensión y ayuda para la dura tarea de gobernar.
Pero lo más curioso y peligroso de Sánchez, como conviene a los políticos mal llamados maquiavélicos, es que los tonos hay que interpretarlos siempre al revés. Porque cuando habla en plan Terminator es que se siente débil, desbordado por los problemas, y abrumado por el tira palante sobre el que creó y ejerce su mayoría de investidura. Y, cuando se pone melifluo, es porque cree que ha resuelto los problemas del mundo, y que ha llegado el momento de ser generoso y condescendiente con los vencidos. El miércoles iba de Terminator, porque era consciente de que el ajuste se hace inexorable. Y el jueves iba de pobre de Asís, porque ya estaba soñando con ocupar el vacío del liderazgo del que Merkel, gran señora, se estaba despidiendo.