Cada año por estos días frente a mi ventana reventaba en pequeñas flores blancas un viejo almendro que desde finales de enero preludiaba la todavía lejana primavera. Era la señal primera de una esperanza naciente, mi particular árbol de la vida, el viejo de los cabellos blancos. Simultáneamente se dejaban ver las mimosas vistiendo de amarillo el paisaje, y buscaba encontrarme con el ciclamen, la flor de los inviernos, antes de celebrar el brote juncal del jazmín sobresaliendo con su gallardía de todos los febreros, mientras el humilde brezo arropaba en los cuidados jardines la explosión silvestre de los pensamientos.
Eran los colores florales del invierno, las plantas y las flores perezosas, el color del frío, la memoria urbana de la nieve cuando el azul de las mañanas se vuelve, se envuelve en transparencias del aire.
Y yo regreso a la lectura del País de nieve de Kawabata, o a releer a los grandes maestros rusos, la gélida literatura de Tolstoi o Pasternak, que alejan el frío con la calidez de la palabra; e invoco a Bóreas, el dios de la nieve, para que lleguen pronto los días nuevos de la primavera, y repito la estrofa de Julio Llamazares en un poema de su libro Memoria de la nieve cuando asegura que «era en este mes cuando buscábamos orégano y genciana».
También por Sebastopol están ahora floreciendo los almendros, y en las orillas del rio Dnieper en Kiev, en Ucrania, las jóvenes casaderas recogen las blancas flores de los almendros para elaborar la corona tutelar, la guirnalda para el cabello con las hierbas y las flores del invierno. Lo hacen, se han vuelto a reunir en ese territorio a las puertas de la vieja Europa los jinetes del Apocalipsis que nos dejó primero la gran peste pandémica asolando el mundo, para anunciar desde Moscú o Kiev la guerra tan inesperada como evitable con los límites europeos como escenario.
A Dios le pido que estas flores del invierno que nacen sin conocer límites fronterizos no sirvan para honrar la memoria de jóvenes soldados sobre sus tumbas. Tienen que ser un símbolo de la paz, que derrota todos los fríos de un invierno cruel que asiste como testigo viendo como se reagrupan los heraldos del dolor y de la guerra. Voy a leer ahora mismo el cuento de Joyce Los muertos, incluido en Dublineses, para no perder la perspectiva y volver a la maravilla visual de las flores del invierno.