La pandemia no ha eliminado esa esencia, esos posos de café que quedan en el fondo de la taza, ese sorbo de almíbar de la última cucharada de la macedonia. La crisis sanitaria no ha podido acabar con ese espíritu que pervive en España contra viento y marea. Sí, aquí seguimos abonados al subgénero del sainete. Espectáculo más allá del espectáculo sobre cualquier escenario. Sin importar el tema. Ya sea el Benidorm Fest o la reforma laboral. Cualquier terreno es fértil para el cultivo del sainete.
Aquí parece imposible organizar una votación sin que desprenda el aroma dulzón del tongo o deje el sabor ácido de la chapuza (digiriendo esta última posibilidad ya como mal menor). Por estos pagos la mujer del César no es que no luzca apariencia de honrada, es que tiene toda la pinta de que al menor descuido te va a robar la cartera y, además, te culpará a ti por el despiste.
Esa es la parrilla de salida, el arranque del guion de nuestra comedia negra. Y vas descubriendo que, según algunos, a pesar de lo que diga la sangría demográfica, hay más gallegos que chinos para poder votar por Tanxugueiras. Que ciertos diputados del Congreso son más incontrolables que Romario en el área pequeña, ya sea vía presencial o telemática. Que el fondo de la cuestión parece que sea lo de menos. Y que las redes sociales nos ofrecen cada dos por tres el peor retrato de nosotros mismos, convirtiéndose en una especie de coliseo para el acoso y el escarnio público, en el que los insultos ahogan demasiadas veces reflexiones y apuntes que merecen la pena.
No hay ibuprofeno que alivie esta resaca de votaciones. No hay remedio para el eterno sainete.