El pan más antiguo del mundo se cocinó hace unos 14.500 años. Sus restos carbonizados fueron encontrados en el año 2018 en el noreste de Jordania por investigadores de Copenhague, Cambridge y Londres y su descubrimiento supuso una sorpresa sobresaliente al constatar que el ser humano comía mendrugos cuatro mil años antes de que surgiera la agricultura. Tras el hallazgo, los científicos propusieron una receta basada en aquella primera preparación: harina de trigo y cebada silvestres; tubérculos molidos; agua para elaborar la masa y un horno de piedra caliente. Básicamente, la fórmula actual.
Quizás sea esa larguísima relación que mantenemos con el pan la que explique nuestra devoción por un alimento que es mucho más que una fórmula para aplacar el hambre. Los buenos cocedores de pan hemos desarrollado un orgullo fariñeiro que define el lugar que ocupamos en el mundo. No es lo mismo disfrutar con el chillido de un bolo de Cea de tres días que engullir un cacho de pan irrelevante; como no es lo mismo amasar pan de Neda que pistolas, el revelador nombre que los madrileños conceden a esas estructuras de supuesto cereal que en pocas horas devienen en garrotes con los que volver a expulsar a los franceses. Hay una sospecha implícita contra quienes se conforman con esos objetos, la verdad.
Lo peliagudo ahora es averiguar a qué se debe este renacimiento panero que vivimos, esta nueva edad de oro de barras, broas, bolos e moletes, empanadas de millo y roscas de masa madre. Por qué tras unos años de tímida resistencia en viejas tienduchas y franquicias de barras congeladas asistimos a una explosión exuberante que nos conecta con aquel pan jordano amasado antes de que fuéramos agricultores. Quizás es que seamos pan y en pan nos convertiremos.