Para mucha gente, el mundo se ha convertido en una ratonera. Un espacio que se vuelve cada vez más irrespirable. Una montaña a la que ya no puede subir porque le han cambiado el escenario de la vida. Una trampa virtual en la que acechan peligros difíciles de imaginar. Una especie de selva invisible en la que se esconden infinidad de monstruos irreales que le van cortando la respiración. La materialidad orgánica se va devaluando, mientras los algoritmos nos van esclavizando a una velocidad de vértigo. La autopista hacia la realidad digital deja un reguero de usuarios que aún no han podido cambiar de utilitario, bien porque los cogió con el pie cambiado, bien porque los nuevos mercados viajan en otra dirección y no se preocupan de los que no han llegado a tiempo a la parada. Y ahí están. Haga frío o calor, viento o lluvia. En la fila, a la puerta de la sucursal. Son cinco o seis, pero hay días que superan la docena o la veintena. Esperando en silencio. Al principio había quejas, pero con el tiempo a todo se acostumbra uno. Echando sus cuentas mentalmente o rumiando su soledad en la calle. Generalmente tienen la mirada perdida. Como mucho escrutan al que pasa con la indiferencia del ausente. Unos están apoyados en sus bastones, otros arriman el hombro a la pared y los hay que soportan el dolor de los huesos fatigados. Son las víctimas de la trampa digital, ese océano en el que por mucho que sepas navegar en algún momento acabas perdido o náufrago. Los han despreciado. Un día tuvieron el mundo a sus pies. Ellos nos han traído hasta aquí, que es muy lejos. Su paso es ahora lento, pero sabio. Son viejos, pero no idiotas.