Imagino que, a partir de una cifra, ser rico es un problema, una dificultad que hay que resolver haciendo cosas extravagantes con las que aligerar el peto y demostrar al mundo cuánto dinero tienes, en un ejercicio de ostentación que siempre delata un alma insegura. En la serie La edad dorada, que emite HBO, Nueva York es una vibrante ciudad en expansión en la que los ricos de toda la vida desprecian a los arribistas que solo tienen dinero. Los primeros descienden de los padres fundadores, los Peregrinos que llegaron en el Mayflower desde el Reino Unido hasta Plymouth. Los segundos se apellidan J. P. Morgan, Rockefeller y Vanderbildt, patronímicos vulgares en el año 1882 en que transcurre la acción. Enseguida estos nuevos ricos se convierten en ricos de toda la vida en una dinámica de la que primero fueron víctimas y luego verdugos y que se repite hasta nuestros días con una certeza que ni Marx ni la Coca-Cola han conseguido desmoronar.
Del nuevo rico desprecian los ricos de toda la vida su exhibicionismo, una especie de sirena molesta que comunica un cambio de estatus. Hay excepciones, muy bien resumidas el domingo por Adamo en una entrevista en El País, tan preciso a la hora de distinguir entre los nuevos ricos y los ex-pobres. Pero, en general, un tipo que se forre de súbito necesita construir yates de 127 metros que para ser lanzados al mar obliguen a desmontar puentes centenarios en ciudades como Róterdam. Esto lo hace estos días Bezos, que es al año 2022 lo que Rockefeller era a 1882.
Está por definir cuánto tiempo tarda un nuevo rico en convertirse en rico de toda la vida. Lo que sí sabemos es que el origen de la pasta no importa. Una vida de gamberradas queda blanqueada a partir de un determinado millón. O de una generación.