El mercado de Hargueisa

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed

24 abr 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Es una de las mayores catástrofes económicas de los últimos tiempos y ha pasado desapercibida. Un país ha perdido de golpe, literalmente de la noche a la mañana, el 20 por ciento de su Producto Interior Bruto, y en el mundo casi nadie se ha enterado. Y todo ha sido por causa de un simple incendio en un mercado. Pero es que el mercado de Hargueisa era el centro de la vida económica de Somalilandia, un país que en realidad no es un país, y que no hay que confundir con Somalia, de la que se separó hace treinta años sin que nadie haya reconocido nunca su independencia.

Sobre las mesas de playa del mercado de Hargueisa estaba expuesta toda la economía del país: desde productos de limpieza hasta la fruta y los teléfonos móviles. Flotaba allí el aroma del incienso acre de Puntlandia, el del peligroso khat, y sobre todo el de la la trilogía somalilandesa de la oveja, la cabra y el camello. Porque la mitad de los habitantes de Somalilandia son pastores nómadas y esos tres animales constituyen la mayor exportación de este pueblo siempre en marcha, no porque prospere sino porque es trashumante, una sinfonía pastoral como la sexta de Beethoven. Los camiones venían a buscar a los camellos diariamente por centenares al mercado para embarcarlos en Berbera, camino de Arabia y el Golfo, después de que los pastores los vendiesen al modo tradicional. Este consiste en que comprador y vendedor meten la mano bajo una manta y se indican cantidades con una gramática de apretones de dedos, para que de ese modo nadie más se entere de precios. Si bien la costumbre está ahora en crisis, porque los teléfonos móviles permiten que se pueda llamar a los pueblos para enterarse de las cotizaciones, y la incorporación de las mujeres al negocio ha hecho que las autoridades religiosas les prohíban eso de tocarse las manos con los hombres bajo una manta.

Fue en esta plaza del mercado de Hargueisa donde, en 1960, se proclamó la independencia de lo que había sido hasta entonces la Somalia británica, en una ceremonia torpe en la que, a falta de músicos e himno nacional, los gaiteros del regimiento escocés interpretaron con toda la solemnidad que pudieron un aire de las Highlands. Lo mismo daba, porque al día siguiente el parlamento de Somalilandia tomó su primera, última y peor decisión; la de unirse con la antigua Somalia italiana para formar Somalia propiamente dicha. Somalilandia tuvo que soportar entonces más de veinte años de dictadura del lunático Siad Barre, que masacró a los somalilandeses bombardeando precisamente esta plaza del mercado de Hargueisa. Cuando Barre cayó, en 1991, Somalilandia pudo volver a proclamar su independencia, pero en estos treinta años nadie se la ha tomado en serio. Y esto a pesar de que Somalilandia, al contrario de Somalia, es un país pacífico y bastante democrático en el que se celebran puntualmente elecciones. Es pobre, eso sí, y buena parte de su población ha tenido que emigrar, aunque el apego de la cultura del clan hace que cuente con cinco compañías telefónicas y siete líneas aéreas. Se podría decir que es el más funcional de los estados fallidos. Por eso es especialmente injusto que el fuego haya ido a buscarlo. Pero al día siguiente ya se estaba barriendo la ceniza y retirando los tenderetes calcinados, y ya se estaban reuniendo allí otra vez los vendedores y los pastores con sus camellos veloces, sus ovejas y sus mantas para negociar. Porque allí, como en el resto del mundo, un mercado es el lugar donde se intercambian deseos, y no hay fuerza en el mundo que los pueda destruir sin que resurja de sus cenizas.