El caso del espionaje telefónico trae de cabeza al Gobierno. Desde que estalló el escándalo, Pedro Sánchez no levanta la suya. Lo asaetean sus aliados, cuya demanda fue unánime desde del primer momento: «Tienen que rodar cabezas». No pidieron destituciones ni dimisiones, sino que rueden cabezas. La primera le fue cortada el martes pasado a la hasta entonces directora del Centro Nacional de Inteligencia, que puede ser tan solo una cabeza de turco.
La decapitación como método para resolver problemas data de la Antigüedad. Por ser remedio indoloro, en algunas épocas y culturas se reservaba para personas privilegiadas. Así, en la antigua Roma solo se ajusticiaba de esa forma a quien tenía la ciudadanía romana. A los demás condenados a muerte los crucificaban. Por entonces perdieron la cabeza personajes como san Pablo, Juan el Bautista y Santiago el Mayor, aunque solo el primero a manos romanas. Hubo monarcas con gran afición a la cosa, como Enrique VIII, cuyas esposas Ana Bolena y Catalina Howard le deben haber fallecido así, de repente, como Tomás Moro y Thomas Cromwell. Los reyes Luis XVI y María Antonieta fueron usuarios de la guillotina, instrumento con el que la decapitación llegó hasta las clases modestas.
La expresión cortar cabezas resultó tan sugerente para muchos que pasó a emplearse también en sentido figurado. Así se ha aplicado a los destituidos de sus cargos por resultar incómodos. Sin embargo, quizá temerosos los usuarios de la expresión de que tal efusión de sangre acabase salpicándolos, suelen optar hoy por el más pudoroso rodar cabezas, que es lo que hace al caer —si no hay un cesto debajo— lo que queda de una persona del cuello hacia arriba cuando acaba de probar el filo del hacha del verdugo o el de la guillotina. Ahí están nuestros diputados, que, haciendo ejercicio de gran corrección política, exigen que rueden cabezas. Y para que nadie se sienta ofendido ni se dé por aludido, hablan de cabezas en plural y sin identificar a quién pertenecen.
Es curioso que el Gobierno, que por momentos parece haber perdido la cabeza, sea en esta ocasión el verdugo encargado de las ejecuciones y a la vez víctima, pues está en la picota. Esta expresión se aplica figuradamente a quien atraviesa una situación de descrédito por haberse revelado sus faltas, mientras que literalmente es la posición en que se exhibían las cabezas de los reos decapitados, para ejemplo de los demás mortales.