En uno de los comienzos más famosos de la literatura universal, el coronel Aureliano Buendía recuerda el día en que de niño su padre le había llevado a conocer el hielo. Al verlo en el espectáculo de feria de unos gitanos, el padre cree que es el diamante más grande del mundo. Aureliano le pone la mano encima y la retira de inmediato, exclamando asustado: «Está hirviendo». Es en ese pasaje de Cien años de soledad de García Márquez donde esta idea está expresada de forma inolvidable, pero se encuentra también en una novela de Walter Scott, en la que un caballero cruzado le describe el hielo a un sarraceno (que no le cree). Y ha ocurrido en la realidad muchas veces, como cuando el embajador de Dinamarca le explicó lo que era el hielo al rey de Siam o cuando, más recientemente, los refugiados de Burundi llegaron en invierno a Estados Unidos y lo conocieron por primera vez.
La anécdota funciona porque incluso quienes conocemos el hielo desde siempre seguimos contemplándolo con curiosidad, como si nunca acabáramos de acostumbrarnos a él. Es una sustancia ciertamente misteriosa: puede sostener el peso de un avión y sin embargo hundirse bajo el pie de un niño que salta a la pata coja; puede derretirse en cuestión de segundos o durar 20.000 años; no debería flotar, pero flota, porque es casi la única sustancia que pesa menos como sólido que como líquido; se encuentra siempre muy cerca de su punto de fusión por lo que, en cierto sentido, no es frío sino caliente (en esto tenía razón el coronel Buendía de niño); los antiguos creían que el cristal no era sino hielo que había perdido la capacidad de derretirse y, de hecho, muchos científicos creen que el hielo es anterior al agua, y que el agua no es sino hielo desestructurado…
Porque el hielo es fundamentalmente eso, una estructura de una elegancia insuperable: la estrella hexagonal que adorna las marcas comerciales de los frigoríficos y las decoraciones navideñas, la que se popularizó en los kimonos de las mujeres japonesas cuando los primeros microscopios permitieron contemplar la belleza de los cristales helados de la nieve… Y lo esencial de esa estructura es que los brazos de la estrella dejan un vacío en su centro. De no existir ese vacío, lagos y mares se congelarían por completo y no podrían descongelarse nunca; la vida acuática sería imposible en gran parte del mundo y seguramente la vida misma nunca hubiese evolucionado en la Tierra.
Lo pensaba cuando ayer me sirvieron una bebida con un solo hielo. «Tenemos poco», se justificó el camarero. Era por ese problema de suministro que sufren los supermercados y los bares en este extraño verano (otro más), y cuyas causas son tan numerosas como los ruegos de una letanía: el creciente coste de la electricidad, la desaparición de muchas pequeñas fábricas de congelación durante la pandemia, la sequía, el aumento de la demanda por el fin de las restricciones sanitarias… Nos dicen que es una situación circunstancial, pero el hecho es que hace ya tiempo que el hielo es la sustancia de la melancolía. Los informes periódicos sobre el estado del Ártico y los glaciares lo han convertido en un reloj del fin del mundo. Y esta escasez pasajera no hace más que subrayar esa condición casi de piedra preciosa que le había supuesto el padre del coronel Buendía. Lo observo en el fondo del vaso, con sus estrías blancas en el interior del cubo transparente, como las canicas de antes; me fijo en las pequeñas burbujas atrapadas en el agua helada, como insectos en el ámbar. El padre del coronel Buendía también tenía razón: parece un diamante en bruto.