¿A las duras?

Manuel Blanco Desar ECONOMISTA

OPINIÓN

Quique García | EFE

17 ago 2022 . Actualizado a las 23:24 h.

Una de las consecuencias más positivas de nuestra adhesión en 1986 al proceso de integración europea fue el control externo e independiente de la arbitrariedad de nuestros legisladores, al menos en lo que atañe a las cosas de comer. En un país sectario y de tradición cainita ese control es una bendición. Así, las leyes españolas son revisadas por la Comisión europea para garantizar que respeten las normas de la UE. Ejemplos los hay a centenares, pero parece que no aprendemos. Siempre prestos a cobrar fondos europeos, vamos a rastras para cumplir las obligaciones más elementales.

Bruselas controla, pero carece de inspectores y de suficientes funcionarios. Alguna vez habrá que plantearse crear secciones del Tribunal europeo en cada Estado y una policía federal, porque el sistema diseñado en los años 50 para solo seis Estados y con muy pocas competencias cedidas ya no sirve. Pero, mientras tanto, los ojos de la Comisión sobre el terreno son los denunciantes, de ahí que la Unión Europea haya aprobado la directiva «del que toca el silbato» —whistleblower—. La norma española de transposición debía estar en vigor antes del 17 de diciembre del 2021. Tic-tac, tic-tac. Vuelva usted mañana. El pasado 4 de marzo, el Gobierno presentó con un pomposo título el «Anteproyecto de Ley reguladora de la protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción por la que se transpone la Directiva (UE) 2019/1937 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre de 2019, relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión». Ahí queda.

El Gobierno tuvo, pues, más de dos años para aprobar la norma. Pongamos todo el 2020 para elaborar el borrador y casi todo el año pasado para aprobar la ley en las Cortes. Pero no. Ya que tanto dice querer luchar contra la corrupción —asunto al margen de la directiva pero muy lustroso—, podría animarse también a tipificar el delito de enriquecimiento ilícito, o sea, el incremento significativo del patrimonio de un funcionario público respecto de sus ingresos legítimos que no pueda ser razonablemente justificado por él —artículo 20 de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, asumida por España y por la Unión Europea—. Otros Estados ya lo han hecho y sería la prueba del algodón. Pero claro, aquí hemos patentado el Estado de derecho antes que nadie y cualquier excusa leguleya vale para no dar ese paso. Firmar tratados sí, cumplirlos depende. Cobrar fondos de la UE sí, pero ceñirse al derecho europeo, según. Premios Nobel no tendremos, pero de listos andamos sobrados.