Lugo de Maquieira

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

21 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Cada vez que visito Lugo, como hago estos días, pienso que no conozco otra ciudad que le deba tanto, en su personalidad y su estética, a una sola persona. Se dirá que Lugo es la Muralla, sus pazos urbanos y esas casas con galerías, y es verdad. Pero la Muralla romana es una voz muy lejana; y los edificios de granito y pizarra constituyen en Galicia casi un paisaje natural. Más bien, creo yo que si queremos encontrar la singularidad de Lugo habría que buscarla en sus mejores edificios de los años 30 y 40 del siglo pasado. Y resulta que casi todos ellos son obra de un mismo arquitecto: el gran Eloy Maquieira, que plantó por todas partes su estilo cosmopolita. En la fisonomía de la ciudad han dejado su huella muchos otros grandes arquitectos: los Andrade, Ferro Caaveiro, Casas y Novoa, Cobreros o, en tiempos del propio Maquieira, su amigo Alfredo Vila. Pero cuando yo me imagino Lugo confieso que lo que se me viene a la cabeza son esas formas onduladas y claras de los edificios de Maquieira, esos juegos de luces y esas esquinas redondeadas que eran tan características suyas y que acabaron contagiándose a muchos otros edificios de la ciudad.

Por desgracia, la vida de este arquitecto fue tan trágicamente breve como la de un poeta romántico, de modo que toda su obra se concentra en apenas veinte años en los que, sin embargo, transformó Lugo. Llegó casi recién licenciado de la facultad de Madrid, con sus números de la mítica revista de arquitectura AC bajo el brazo y en el automóvil que le había regalado su madre al acabar la carrera. En ese automóvil había recorrido Europa viendo edificios de vanguardia, y a mí se me antoja que de aquel viaje en coche sale buena parte de lo que es Lugo. Como había conseguido la plaza de arquitecto municipal, Maquieira pudo plasmar a su manera todo lo que había absorbido de Gropius o Mies van der Rohe. El uso del hormigón, como el que empleó en la Casa Roca, causó sorpresa; pero en seguida se vio que él sabía darle ligereza y suavidad, jugando con los huecos y los claroscuros, como se ve en uno de sus edificios en la plaza de Santo Domingo. Su mercado de abastos, al que tantas veces iba a comprar yo de niño con mi madre, es una pequeña reinterpretación lucense de Le Corbusier; el instituto Juan Montes tiene la elegancia abstracta y matemática de la Bauhaus; las Casas Baratas son la encarnación perfecta de la utopía del período de entreguerras. Recientemente, caí en la cuenta de que la antigua casa de mis abuelos en la calle Montero Ríos, con su elegancia sencilla y curvada, tenía que ser también obra suya. Y, efectivamente, lo es.

El caso es que, después de haber disfrutado durante muchos años con la contemplación de sus edificios más notorios, creo que ahora me gusta más fijarme en los pequeños detalles de sus obras menores: el racionalismo reflexivo que desprende el cementerio de San Froilán, con la cruz irlandesa del friso, el arco ojival y las rosetas; o la pérgola del parque Rosalía de Castro, que solemniza la visión de la majestuosa curva del río Miño. Incluso en los empeños más modestos encuentro yo el genio de Maquieira: en el palco de los músicos o en la casita donde guardan a los patos al caer la tarde. Junto con el puente que atraviesa el estanque, esa casita con tejado de pagoda es como una cita en broma de un juego de café chino. Ayer me fijé en la balaustrada que cierra ese parque y me pareció que ahí estaba todo: la dignificación del hormigón, el uso mínimo del color en el azulejo, el claroscuro, las formas que parece que se mueven... Hasta en esos mínimos detalles se preserva, silencioso, el genio de Maquieira.

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