Como una reina

Nieves Lagares EQUIPO DE INVESTIGACIONES POLÍTICAS DE LA USC

OPINIÓN

ANDY RAIN | EFE

09 sep 2022 . Actualizado a las 09:50 h.

Aún tuvo tiempo de recibir a Liz Truss, su nueva primera ministra, la número 15 en algo más de siete décadas de reinado, lo que habla para unos de la estabilidad de las monarquías parlamentarias, y, para otros, de una fórmula vieja y maltrecha pero resistente al envite de los nuevos tiempos. No había nacido para ser reina, pero el amor de Eduardo VIII por Wallis Simpson, y su abdicación en diciembre del 36 para poder casarse con aquella divorciada estadounidense, convirtieron a su padre en el rey Jorge VI, y a ella en la heredera legal a la corona británica, siempre que su padre no tuviese un hijo varón. Fue la misma moral victoriana y de la Iglesia de Inglaterra que le puso en el camino de ser reina la que le hizo afrontar los problemas de ser una mujer en un mundo construido para que reinaran los hombres, aunque esto nunca supuso un problema para una monarca consciente de las condiciones que le tocaba afrontar.

Nadie como ella reinó mientras el mundo se transformaba, mientras Europa se reconstruía, mientras el costumbrismo social británico, especialmente en su primera época, cuestionaba la procedencia de su esposo, el nombre de su casa, el apellido de su familia. Pero, a diferencia de Eduardo VIII, Isabel (1) tenía la determinación de ser reina por el resto de su vida, y no dejó de expresarlo desde sus primeras apariciones públicas; (2) contaba con un primer ministro como Winston Churchill para acompañarla en sus primeros pasos, y a él debe entre otras cosas que la Casa de Windsor conservara su nombre; y (3) encontró en el duque de Edimburgo a un hombre dispuesto a aguantar los rumores, aunque tantas veces de mala gana, para ceder todo el protagonismo a los intereses de la Corona y de la reina.

Y con todo, saliendo de una guerra mundial, afrontando su propia acomodación institucional como reina y como defensora de la fe, aquellos fueron los mejores años de la reina Isabel, los que la definieron como una reina con voluntad de integrar pueblos bajo el estandarte británico, de no perder la idea de imperio por la que tanto habían luchado sus antecesores, y de no desvincularse de la actividad de gobierno, aunque solo fuera a través de las sesiones informativas con los primeros ministros.

Se dijo de ella que era la reina de las apariciones, de las presencias públicas, pero sus primeros ministros encontraron siempre a una reina que gustaba de compartir y orientar con ellos, aunque fuera siempre dentro de los límites que les quedan a los reyes en las democracias parlamentarias modernas.

Su boda fue la primera boda real que transmitió una televisión, y en esa lectura mediática de su reinado fue donde Isabel encontró la mayor desazón de su vida. Los divorcios de sus hijos, su relación con Diana y con su hijo Carlos, la aceptación de Camilla Parker, han supuesto una carga difícil de digerir en los últimos 30 años de reinado. Muchos hablaron de su posible abdicación, de su frialdad con la muerte de Diana, de su pérdida del favor del pueblo, pero muy pocos se acordaron de aquella joven que prometió «servir hasta el último día de su vida, fuera corta o larga», y lo hizo, como una reina.