Siempre me han contado que la bisabuela se ajustaba la pañoleta y recogía la cocina cuando encendían la televisión, aquel aparato extraño que traía desconocidos a su casa. Ella recriminaba su dejadez a los que no se preparaban para aquellas visitas. ¿Qué va a pensar esa gente cuando nos vea así? Sin saberlo, se anticipaba a las videollamadas. Seguramente, entonces el lavadoiro y la taberna tenían mucho de Facebook. Las verbenas eran más como Instagram. Y las mallas probablemente se dieran un aire a Twitter, con comentarios cortos debido al trasiego, pero con la cara descubierta y el sudor en la frente. Cuando la bisabuela murió, la población mundial apenas superaba los 4.000 millones. Según los datos de la ONU, ahora alcanzamos los 8.000 millones. Esta centrifugadora de la Tierra sigue acelerándose. Las cifras desbordan aquellas bellas cuentas de Arthur C. Clarke. El autor escribió hace más de cincuenta años que «detrás de cada hombre vivo hay treinta fantasmas, pues tal es la proporción con la que los muertos superan a los vivos». Aseguraba que, «desde el alba de los tiempos, unos cien mil millones de seres humanos han transitado por el planeta» y apuntaba que habría también las mismas estrellas en la Vía Láctea, nuestro pueblo en el universo, con lo que decía que a cada persona le correspondía una estrella. Ya no hay estrellas para todos en este reparto. Sin embargo, aumenta considerablemente la proporción de fantasmas. Y también el olvido. El olvido de los fantasmas temibles y de los fantasmas queridos. Las anteojeras sirven para avanzar en este frenesí. Mejor no mirar a los lados. Ni volver la vista atrás. Pero necesitamos la Historia. Y las historias.