Gianni Infantino se sintió, de repente, muchas cosas. «Me siento catarí, árabe, africano, gay, discapacitado, trabajador emigrante». Solidaridad a granel. Empatía al peso. Parecía el anuncio de la lotería. Solo que Infantino vino a decir que Europa no está para dar lecciones porque acumula miles de años de infamias. Llegó a comparar sus vivencias como emigrante en Suiza a la de los obreros de Qatar 2022. Igualito, seguro. Y llamó fariseos a los occidentales. Claro que Europa es hipócrita. Pero el último gran exponente de esa hipocresía es Infantino, el amo de un sistema competitivo en el que se lucen camisetas y lemas dignos de Woodstock. El señor que pide una tregua en la guerra de Rusia contra Ucrania para que nada empañe su fiesta.
Los últimos tiempos han demostrado que el primer mundo está lejos de poder desenchufarse del petróleo de regímenes totalitarios. Por otra parte, los dirigentes de la FIFA son los dueños del balón. Y lo llevan al patio que quieran para jugar con los amigos de turno. ¿Pero qué necesidad tenía la FIFA? Su maquinaria está engrasada para amasar millones sin darle a ciertos países un asiento en primera fila de sus espectáculos. De hecho, nada indica que sus sucesivos dirigentes hayan pasado estrecheces antes de que el peso de los petrodólares fuera tan evidente. Pero es cierto que a la palabra «mucho» suele seguirle el vocablo «más»
Árabe. Gay. Africano. Hay una cosa que no se sintió Infantino. Mujer. Sabe que esa discriminación, aunque sea por ley, siempre es considerada un mal menor. En su día, Sudáfrica fue un paria del deporte internacional debido al apartheid. Las puertas se le cerraban. Otros tiempos. Y distinta chequera.