El 6 de diciembre de hace 44 años no era festivo. Tampoco era domingo. Aquel miércoles en el que se votó la Constitución los niños no tuvimos colegio. La televisión, aquella televisión en blanco y negro, sustituyó la carta de ajuste que emitía durante buena parte del día [para los nacidos después de 1980: la carta de ajuste era una imagen fija que se utilizaba en las horas en las que no había emisión y a la que se asociaba música o una señal radiofónica] por una programación especial cargada de dibujos animados. Para regocijo de los pequeños, en aquellas primeras citas con las urnas Super Ratón no dejaba de decir «no se vayan todavía, aún hay más», en lugar del temido «hasta el próximo programa, amigos. No olviden supervitaminarse y supermineralizarse». Siempre me pareció que aquello había sido una magistral campaña de promoción de la democracia. Aquella nueva etapa que llegaba cargada de dibujos animados solo podía ser algo bueno que aquella generación no pondría en peligro. Demasiado optimismo. Aquellos niños ilusionados con Super Ratón nos hemos convertido en adultos ceñudos y gritones. Al menos si aceptamos que el Congreso es la representación de quienes somos. El ruido, el bulo, los insultos, la política del tuit. Hoy, que tampoco hay colegio, las Cortes Generales se reunirán en un acto para conmemorar el aniversario de aquel referendo. Diputados y senadores sonreirán, se darán la mano y pasarán al próximo enfrentamiento. Mientras, quienes siguen creyendo en Super Ratón seguirán haciendo esfuerzos para convencerse de que no solo importan los votos. De que el Congreso y las redes sociales podrán llenarse un día de dibujos animados.