En cierta ocasión se hizo una encuesta entre entrenadores de fútbol sobre quién ganaría la Liga, y todos coincidieron en que triunfaría el Madrid. Un periódico capitalino tituló así: «Unanimidad en cuanto al favoritismo del Madrid». Ello dio pie a que Lázaro Carreter escribiese que «Dado que el favoritismo se produce cuando el favor prevalece sobre la justicia, los tales místeres, según el reportero, se adhieren a aquella tontería coral, tan cantada por esos campos de Dios, según la cual “Así, así, así gana el Madrí”».
Aquel concepto del favoritismo aún dio pie en vísperas de la final de la Supercopa a títulos como «Xavi reconoce el favoritismo del Real Madrid» y, días después, estos sobre tenis: «Djokovic venció a Roberto Carballés y ratificó su favoritismo para llevarse el Abierto de Australia» y «Nadal empieza a mostrar favoritismo en el Australian Open». Aquel día aún no había naufragado el pundonoroso manacorense en el cemento de la Rod Laver Arena.
Tradicionalmente, el favoritismo era la preferencia dada al favor sobre el mérito o la equidad, especialmente cuando aquella era habitual o predominante. Su siglo de oro fue el XIX. Aquel elemento corruptor de la sociedad se ha transformado, por el ímpetu de los hablantes que todo lo arrollan, en la condición de favorito, que adorna señaladamente a jugadores y equipos del «viril deporte del balón redondo», descrito así por uno de sus primeros cronistas españoles. Lo que antes era un baldón es ahora lo que caracteriza a los presuntamente mejores en lo de darle patadas a la pelota. Y prueba de su imparable impulso es el reconocimiento que ha recibido en forma de adición de acepción en el artículo favoritismo, del Diccionario de la lengua española: «Condición de favorito». El problema será ahora distinguir qué tipo de favoritismo disfruta quien logra algo. ¿El favor de alguien o los méritos propios?
Después de esto, solo quedan dos favoritos pendientes de regularización administrativa, el favorito a priori y el favorito a perder. Quienes evitaban el pleonasmo, convencidos de que no existían favoritos a posteriori, pueden verse rebasados por los creadores de lenguaje. Igual que quienes creían que solo los que, en la opinión general, tienen la mayor probabilidad de ganar una competición son favoritos, por sus méritos y sin favoritismo.