Llegará el día en el que las cajas para compras rápidas, en las que el cliente es comprador y cobrador al mismo tiempo, serán la única posibilidad de pago en los establecimientos comerciales. En algún momento se convertirá en una rareza encontrar a un empleado en una gasolinera que llene el depósito del coche y nos cobre. Tras limitar al mínimo los horarios de atención al público, los bancos empezarán a cobrar una comisión por acceder a sus escasas oficinas o por retirar dinero efectivo al que se siga empeñando en llevar cartera en lugar de transaccionar con el móvil. Y llegará el día en el que ni siquiera se pueda entrar en la sede de una Administración pública sin mostrar el comprobante de haber obtenido cita previamente. ¡Ah, no! Eso ya es así.
Ya hay personas que van por la calle con miedo porque no consiguen formalizar sus permisos de residencia al no lograr que se descuelgue un teléfono en el que un contestador les dé un número después pelear con una grabación o lograr que la aplicación de la web no se empantane. Ya hay gente que tiene que retrasar sus decisiones vitales por no conseguir vez en el registro. Ya hay un muro en las oficinas de Hacienda con uniforme y porra que, listado en mano, separa a los hábiles de los menos duchos en informática; filtra a los que pueden pasar y a los que ni siquiera pueden entrar a preguntar en un edificio pagado por todos y en el que las mamparas achican los espacios donde antes había personal para atender a quienes no lograban, no sabían o no tenían cita.
Comercios, gasolineras, centros de salud, taquillas, restaurantes... y la Administración cabalgan como todos sobre los tiempos, los que deshumanizan y eliminan puestos de trabajo de manera silenciosa. Da para todo un debate, pero lo que no lo da es que la cita previa obligatoria y exclusiva para llegar al mostrador de una institución pública, además de levantar una barrera donde la accesibilidad debería ser la norma, es un hecho inconstitucional e ilegal. Y por incumplimiento, la Constitución pierde valor, legitimidad y sentido. Ya lo advierte el Defensor del Pueblo: la función pública al servicio del ciudadano, no el ciudadano por detrás de la conveniencia del sector público. Si lo dejamos pasar, será el principio del fin de la atención a la ciudadanía, de la exigencia de sus derechos y una puerta abierta a más privatizaciones. Y entonces: menos puestos de trabajo, menos garantías laborales... menos todo.