¿A quién queréis que suelte? A Barrabás, gritaron; y qué haré con Jesús, preguntó Pilatos. ¡Crucifícalo!, respondieron.
Los que gritaban aquello no eran seres diferentes a nosotros, como tampoco lo eran los que asistían a los espectáculos de la guillotina durante la Revolución Francesa, los que celebran las lapidaciones públicas, o los que aplauden las muertes públicas a chicotazos en los países andinos. La opinión pública y la proporcionalidad de la pena nunca se entendieron bien, y mucho menos desde que hemos hecho que las penas formen parte de los derechos de las víctimas.
Quiero dejar claro que no justifico a los agresores sexuales, que no defiendo la rebaja de las penas y, si me apuran, ni siquiera estoy de acuerdo con la ley del «solo sí es sí», aunque la creo necesaria. Tampoco comparo a Jesús de Nazaret con nadie, para que tampoco nadie se haga el ofendido. Solo señalo que el populismo punitivo se nutre del gusto de buscar en las pasiones de las sociedades la pulsión a incrementar el castigo del que nos ofende, nos maltrata o nos mata; y una sociedad democrática tiene que tender a vigilar estos modelos de populismo que se alimentan más de una ética de la venganza que de modelos de justicia.
Es normal que a los ciudadanos se nos revuelvan las tripas cuando vemos salir de la cárcel a un agresor sexual, es normal que las víctimas reclamen ante la rebaja de las penas, incluso es normal que los partidos, en el ejercicio de la oposición política, pongan en entredicho las virtudes de la ley. Lo que no es normal es que hayamos convertido la crítica a la ley en una suerte de farándula de maximización de las penas, sin que nadie se pare un minuto a hablar de la proporcionalidad; y que esto haya trascendido el espacio conservador para armarse también dentro de los supuestos espacios progresistas.
Asumo que estamos pasando de la sociedad del conocimiento, entendido como cogniciones, a la sociedad emocionada, o, dicho de otro modo, que nuestro conocimiento lo reconocemos como un conjunto de cogniciones y emociones; y este es, en nuestro tiempo, el desafío de la razón. Y, precisamente por ello, necesitamos una sociedad educada en las emociones, para que no sea tan fácil caer en el miedo, el enfado o la ira que alimentan los populismos.
También el populismo punitivo se alimenta ahí, en las emociones que nos producen ciertos actos, y por eso no podemos edificar las penas sobre estas emociones; me da igual si se trata del «yo sí te creo» o del «una sola rebaja de condena es suficiente»; en la derecha o en la izquierda, los modelos punitivos no pueden analizarse desde la invocación populista, tan al uso en nuestros días, tan criticada en los otros y tan alimentada por todos y cada uno de nosotros.