Las mismas palabras pueden volar de forma distinta. Como una brisa. O como una daga. Sin cambiar una letra, pueden significar algo totalmente diferente. Ahí está el «no a la guerra». Una idea que debería ser compartida por toda la humanidad. Fácil de decir en la Unión Europea. Cómoda de lanzar desde el sofá de la paz. Y, lo más grave, usada por muchos para blanquear a Vladimir Putin. No a la guerra, por favor, que estáis provocando al zar y no ha tenido más remedio que invadir Ucrania y montar, el pobre, con lo que respeta él la vida, la libertad de expresión, la diversidad sexual y la democracia en general. Sin embargo, dentro de Rusia el «no a la guerra» tiene otro sentido. Es un acto de heroísmo. El impulso de nadar a contracorriente. Un grito costosísimo que puede conllevar despidos, años de cárcel, torturas y todos esos recursos de los que se ha dotado el régimen en su deriva autoritaria. Esas pocas palabras son una condena. Por colgarlas en sus redes se queda sin trabajo un profesor de Derecho cuyos padres ucranianos viven bajo los bombardeos. Por hacer pegatinas denunciando la masacre y colocarlas sobre los precios de supermercados detienen a una chica que, para más escándalo de las autoridades, es homosexual. Por contar los muertos en combate, las periodistas Olga y Elena, que trabajan en Siberia, viven con miedo, porque en su país es ilegal ponerles cara, edad y familia a los que caen en Ucrania. Por difundir información en TikTok, una joven retornada de Londres que no comulga con la propaganda va cambiando de domicilio. Ellos son los protagonistas del documental Desde Rusia contra Putin. Lo fácil era callarse. Lo realmente digno es su pequeña gran guerra.