Se cumplen 900 años de unos versos. Unos versos que no sabemos si de verdad se escribieron hace 900 años ni si los escribió quien creemos que los escribió, y que además están contenidos en un libro que yace en las profundidades del océano Atlántico por el motivo que enseguida se verá. Unos versos tienen que ser muy buenos para sobrevivir a todas esas incertidumbres; y los del Rubayat, libro atribuido al poeta persa medieval Omar Khayyam, lo son. Se trata de una colección de cuartetas en las que se combina epicureísmo y pesimismo, amor al vino y lamento por el paso del tiempo. Cuando se difundieron en Occidente a finales del siglo XIX causaron sensación. Se vendieron millones de ejemplares. Oscar Wilde los consideraba a la altura de los sonetos de Shakespeare. El rastro de sus citas está en los discursos de Martin Luther King y John F. Kennedy, y hasta unas bulerías en las que Camarón de la Isla cantaba aquello de: «Viejo mundo. El caballo blanco y negro / del día y de la noche / atraviesa al galope».
Decíamos que esos versos se atribuyen a Khayyam porque no podemos tener la certeza de que los escribiese él. El hombre era fundamentalmente un matemático. Quizás escribía también poesía, pero no la publicó en vida. Sus cuartetas nos han llegado como los restos de un naufragio, a la deriva, perdidas en medio de otros textos. Algunas se salvaron porque otro autor las cita, otras aparecen anotadas en los márgenes de obras ajenas. La cosa se complica porque ha habido falsificaciones que se han hecho pasar por obras de Khayyam. Y, para acabar de enredarlo, la principal traducción del Rubayat, la de FitzGerald al inglés, de la que salen la mayoría de las que se publican en otras lenguas, se toma tantas libertades que se considera una creación más del traductor que del autor. En definitiva, de los entre mil y dos mil versos que se le atribuyen, algunos estudiosos creen que quizás podrían ser de Khayyan poco más de un centenar y hay quien cree que no pasarían de quince. No se sabe. Por ejemplo, esos versos que cantaba Camarón yo no los encuentro por ninguna parte en mi edición del Rubayat.
A pesar de todo esto, a mí me gusta esta idea de un poeta que no sabemos si escribió algo, y cuya obra la han ido eligiendo los lectores con el criterio de que todos los poemas anónimos que les parecían buenos tenían que ser suyos, precisamente porque los que se le habían atribuido antes eran tan buenos. Y lo mejor es el broche final: el Rubayat alcanzó una fama tal que un coleccionista mandó crear un ejemplar que debía ser «el libro más valioso del mundo». Llevó dos años confeccionarlo con el mejor papel encuadernado en cuero marroquí con incrustaciones de oro, plata, ébano, marfil y más de mil piedras preciosas, entre diamantes, esmeraldas y rubíes. Con el tiempo, el libro acabó subastado en Sotheby’s de Londres, donde lo compró un millonario norteamericano. Por casualidad, la casa de subastas se lo envió en el que resultó ser el primer y último viaje del Titanic. Se cree que sigue allí, en una caja acorazada, en el fondo del mar. Quizás haya sobrevivido su encuadernación ornada con pavos reales, porque el cuero es muy resistente al agua. También consta que en algunos casos el papel ha aguantado todos estos años en el pecio; pero yo me imagino a los peces de las profundidades dándole bocados a los versos del persa, con su elaborada caligrafía en tintas de lujo, mientras pasa el tiempo, ese caballo blanco del día y ese otro caballo negro de la noche que cantaba Camarón.
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