El paraguas del Estado fue el factótum que desactivó a la clase obrera, convirtiéndola en clase media o, cuando menos, haciéndole creer que lo era. La universalización de los sistemas públicos de sanidad y pensiones representó el fin del proletariado español, aunque nunca hubo mucha conciencia de tal. Los de izquierdas decían que dichos servicios se habían socializado y los de derechas asumían que el Estado debía suministrarlos.
El español medio no diferenciaba entre seguridad social y Seguridad Social. En caso de accidente, enfermedad, envejecimiento, viudedad u orfandad, el Estado estaba ahí. Hoy en día aún no se deja llevar por el alarmismo de los catastrofistas que anuncian la desaparición de estos sistemas básicos, pero no las tiene todas consigo. Sabe bien qué es vivir endeudado (hipotecas, letras), por eso se siente inseguro cuando oye rumores de que su Estado protector se ha endeudado por encima de sus posibilidades.
La sanidad ya no es lo que era. La atención hospitalaria, a la que acuden los ricos y los pobres, está bastante bien equipada, pero la atención primaria, a la que acuden más los pobres, se halla muy desatendida. Los que pueden permitírselo, además de los funcionarios, cuentan con seguros médicos privados o concertados. El Estado ya no es capaz de garantizar la equidad. Parece como si el Estado del bienestar fuese cosa de otra época. Los moderados de izquierdas y de derechas hablan de la necesidad de un pacto para recuperarlo; los ultras de derechas dicen que esos servicios deben ser solo para autóctonos o foráneos cotizantes.
En los años setenta y ochenta el Estado presumía de integración social. A partir de los años noventa la combinaba con medidas neoliberales en el plano económico, muy del agrado de la clase media aspiracional. En la legislatura actual la crisis y la presencia de socios más estatalistas en el Gobierno condicionan ciertas tentaciones. Ahora que truena nos acordamos de santa Bárbara y queremos estar bajo el paraguas del Estado.