Visto en retrospectiva, parece increíble que intelectuales muy destacados del siglo XX estuvieran fascinados por Stalin, un dictador sanguinario y cruel con millones de muertos a sus espaldas, de cuyo fallecimiento ayer se cumplieron 70 años. Alberti le dedicó un poema, Redoble lento por la muerte de Stalin, al que califica de «padre, maestro y camarada». Pablo Neruda lo superó en su Oda a Stalin, en la que llama a aprender de él y elogia «Su sencillez y su sabiduría, / su estructura / de bondadoso pan y de acero inflexible / nos ayuda a ser hombres cada día». No podían alegar desconocimiento de sus crímenes, porque, entre otros, André Gide los había denunciado en 1936 en su Regreso de la URSS, al que calificó como «un país de verdugos, víctimas y aprovechados». Con Stalin vivo, Orwell hizo dos retratos demoledores del estalinismo, Rebelión en la granja (1945) y 1984 (1949). Esas estrofas laudatorias provocan el mismo escalofrío que leer los Cuadernos negros de Heidegger, una de las cumbres filosóficas del siglo pasado, en los que muestra su entusiasmo por el nazismo. Hace años el historiador François Furet analizó en un libro magistral, El pasado de una ilusión, las causas por las que el comunismo contó con tantas adhesiones de intelectuales durante decenios. Y asustan. Aún hoy, Stalin es objeto de veneración por una parte de la sociedad rusa, incluido Putin. No olvidar el legado de terror y aniquilación del estalinismo y el nazismo, en un mundo donde aún existen dictaduras comunistas como China, Corea del Norte o Cuba, el nuevo fascismo está en auge y persiste una admiración por el «hombre fuerte», como explica Gideon Rachman en La era de los líderes autoritarios, es un imperativo moral y político.