Hay heridas que nunca curan. Puede que parezca que se cierran, pero lo cierto es que las cicatrices son tan superficiales que hasta el más mínimo roce hace que se quiebren, dejándolas en carne viva. Hay otras para las que no existe remedio porque la infección sigue por dentro, latente y en silencio, o dolorosa y sangrante. Eso es lo que sucede con el conflicto árabe?israelí. De manera regular se producen rebrotes de violencia que acaban degenerando en una espiral sangrienta en la que se compite por ocasionar más muerte y más dolor en el contrario.
Llevamos un par de años en los que las agresiones del grupo terrorista Hamás son respondidas con contundencia por las fuerzas de seguridad israelíes. Pero el recrudecimiento que estamos viviendo este mes de abril, aun siendo previsible por la coincidencia de la Semana Santa, la Pascua judía y el Ramadán musulmán —que, por fortuna, solo se produce una vez cada treinta años—, evidencia la incapacidad para llegar a un acuerdo estable. De hecho, aunque cada una de estas celebraciones religiosas son icónicas para las tres religiones monoteístas que comparten lugares santos en la que es, quizá, la ciudad más disputada del planeta —Jerusalén—, la armonía, la paz y el entendimiento que se supone que deben inspirar en los fieles está muy lejos de producirse.
Tras dos atentados en los que murieron dos hermanas israelíes y un turista italiano, y el lanzamiento de cohetes desde territorio palestino, el Líbano y Siria, Israel ha contraatacado. Cabe preguntarse a qué se debe este nuevo recrudecimiento. Y la respuesta puede que se encuentre en el acuerdo de paz firmado entre Arabia Saudí e Irán, que puede acercar las posiciones entre suníes y chiíes, hasta ahora enfrentados, y en el deseo del cuestionado primer ministro israelí Netanyahu de mostrar firmeza ante sus aliados de la extrema derecha en su Gobierno. En cualquier caso, resulta sumamente preocupante.