Era de noche. Iba absorto al volante. Había visto Matria y venía rumiando la historia de Ramona, que bien podría ser la de una de las innumerables mujeres que día a día se desloman en solitario en el tobogán de la desesperación en una vida a vuelta de soplamocos. En nuestros pueblos de la costa aparecen detrás de cada giro que da el viento atlántico. Es como el salitre, que está presente en cada átomo que respiras. Así viven la vida. En cada esquina, un golpe, y a cada paso, un tropiezo. Sus segundas oportunidades siempre son peores que las primeras. Su dignidad está escondida, como el dinero que guardaba detrás del cubo de la basura y de los productos de limpieza. La esperanza de un futuro mejor siempre acaba esfumándose porque, cuando llegan a la estación, su tren ya se ha ido. De repente, me veo obligado a dar un pequeño volantazo. «Que pasou?», preguntan desde el asiento del copiloto. «Nada», respondo. Era un conejillo de monte de tonos marrones, despistado, que se había adentrado en la carretera. Surgió en la oscuridad de la noche como un ser frágil, indefenso y totalmente vulnerable. Una vida que depende de un soplo del azar. Logré esquivarlo, pero me desvió la atención. Y del drama vital de Ramona se me fue la mente hacia la muy dudosa suerte del pequeño intruso. Me preguntaba si la atraparía debajo de sus ruedas el auto cuyas luces veía a lo lejos en el retrovisor. O igual le serviría de cena a un raposo hambriento o, quizás, tenga la fortuna de sobrevivir hasta el otoño para luego ser objetivo del disparo de cualquier cazador ávido de piezas para lucir ante la cuadrilla. Como la vida misma. Un juego, como el de Taiwán y China. Parece que Vulcano ya está forjando los rayos destructores.