La corriente eléctrica que circula por los cables de nuestra red sufre una resistencia a su paso, que hace que parte de esa corriente se pierda en calor. En 1911, un físico holandés enfrió mercurio y descubrió que a 269 grados bajo cero esa resistencia desaparecía bruscamente (llevó el Nobel por ello). Años más tarde, se observó que en ese extraño estado, llamado superconductividad, el mercurio y otros metales rechazan el campo magnético en su interior: el superconductor levita sobre un imán. Una revolución tecnológica... si no fuese porque las temperaturas a las que sucedía estaban muy por debajo de los 200 bajo cero. En 1957 se elaboró una teoría que lo explicaba (los autores llevaron el Nobel en 1972). Caso cerrado. Pero, en 1986, Bednorz y Müller encontraron superconductividad en un material que no tenía nada de metálico: era una cerámica. El shock fue de tal magnitud que llevó al paroxismo en el principal congreso mundial de física en 1987 (en lo que se llamó el «Woodstock de la física») y llevaron el Nobel tan solo 19 meses después de su descubrimiento, lo nunca visto. La locura fue a más porque se fueron descubriendo nuevas cerámicas que superconducían cada vez a temperatura más alta. El sueño: llegar a conseguir una que lo hiciese a temperatura ambiente... pero eso no llegó. El frío necesario para que funcionasen acabó enfriando también los ánimos. Pero ahora llegan nuevos anuncios (no sin polémica) de superconductividad a temperatura ambiente, eso sí, a presiones 10.000 veces mayores que la atmosférica. Soñemos.