Pues ahora, ya sin remedio, con el implacable avance del calendario, que es ajeno a fríos y calores, a superlunas y noches negras, a mareas vivas que muestran a veces las intimidades del fondo de los mares, como cuando a las mujeres se les veían las enaguas, —con ese olor a bajamar del que hablaba Blas e Otero—, queda la arena como un campo de batalla. Con sed de las olas del invierno que la desparasiten de colillas y deseos para que queden solo las huellas de las gaviotas en las playas de Neruda.
Aquí, en el asfalto y en el otoño que se acerca, nos dejamos abducir por las sombras de la noche cada vez más pronto. Las madres preparan, no obstante, sus matasuegras y sus serpentinas por los hijos que vuelven al colegio, a los que quieren tanto, pero que quieren ya un poco más lejos. Los de fuera se van, ya se han ido, a ese mundo extraño donde viven, con trenes subterráneos y cielos de aviones, con grandes oficinas de hombres atléticos y eficaces que hacen las auditorías de las multinacionales, mientras nosotros subimos la verja del café o de la tienda de ropa de Amancio.
El Deportivo calienta en la banda y titubea porque mantiene su crisis de identidad como Lope de Vega —¿qué tengo yo que mi amistad procuras?— y teme romper los corazones de tantas familias que han abandonado las iglesias por ese culto profano y misterioso, devoto, que es el fútbol modesto.
Tal vez, este curso que empieza salga bien. Los ancianos se enamoren de nuevo, los listos se vuelvan prudentes y los niños aprueben.