Simplificando mucho, podría decirse que la vida es una propiedad que emerge de la materia: átomos que se ordenan de manera compleja. Y la muerte sería el desorden de ese puzle de átomos que somos. Nosotros (nuestro orden de átomos) somos mortales, pero nuestros átomos son (casi) inmortales. En realidad nuestro puzle siempre tiende a desordenarse, pero mientras estamos vivos nuestro cuerpo tiene la capacidad de irse auto-reequilibrando (lo que llamamos homeostasis). Nos morimos cuando esa capacidad se pierde sin vuelta atrás. Pero claro, esa definición naíf no sirve para una definición operativa de la muerte que, de hecho, es diferente en diferentes países.
Típicamente, las definiciones legales se basan en la interrupción irreversible de la función cardíaca y respiratoria o en la pérdida de funciones cruciales del cerebro. Algo razonable porque, históricamente, producida una aparecía la otra. Pero los avances científicos han hecho que los dos tipos de muerte (cardiorespiratoria y cerebral) se desvinculen y pueda haber, por ejemplo, gente muerta cerebralmente pero viva cardiovascularmente. Es más, puede ocurrir que no todas las funciones de un cerebro dado como muerto se paren. Incluso se ha llegado a una mínima recuperación de actividad celular en cerebros de cerdos horas después de ser decapitados. Podría decirse que la actual definición de muerte cerebral está sufriendo su mayor crisis desde que se estableció en los años 60. Posiblemente haya que afinar más, y definir qué áreas del cerebro son las que marcan la irreversibilidad de la muerte.