Utiliza un lenguaje de riesgo, entre ampuloso y campanudo, pero tiernamente humanizado por lo cervantino. Luis Mateo Díez pasó la frontera de los ochenta años y, con 81, llega al puerto de abrigo del premio Cervantes. Es él quien lo alcanza, después de que los cinco últimos premiados fuesen un repóker de poetas. Mateo Díez es el creador de un territorio mágico, Celama, que le sirvió para contar ese mundo de las leyendas rurales, de los historias contadas al calor de la lumbre. Luis Mateo Díez merece de sobra el Cervantes. Gasta un humor muy del Quijote, pero a la vez tiene algo de la química única de las fábulas de Cunqueiro. El suyo es un realismo mágico y trágico muy poco utilizado por los escritores de este país. España siempre fue tierra de autores realistas y, de un tiempo a esta parte, de artistas que directamente nos retransmiten sus vidas.
El idioma de Mateo Díez, su riqueza de mina inagotable, merece todos los galardones. Nada que ver con el mundo masivo, reiterativo, minúsculo y estéril de las redes sociales. Nada que ver con esa habitación cerrada que son los grupos de wasap en los que reenviamos minutos perdidos de tonterías. Díez es fértil, aunque nos esté narrando como se fueron secando las fuentes de los pueblos de su León natal. Es el único de nuestros literatos que tiene dos veces el Nacional de Narrativa y, dos veces, el premio de la Crítica, por La fuente de la edad y por La ruina del cielo. Los títulos de sus libros lo dicen todo de sus títulos de grandeza narrativa. Hace poco publicó una historia de una residencia de ancianos, que pasó de puntillas entre tantas novedades. Pero en sus páginas había tanta verdad sobre la hecatombe de la vejez, esa Gaza, que Los ancianos siderales, así se nombra, merecen ser revisitados por el público.
Su rueda de prensa, tras conocer la noticia de su triunfo, fue única, de antología. Una explicación oral, cómo no, de lo que supone ser sir Mateo Díez. Un creador distinto, pero no distante, gracias a su espléndido sentido del humor. Decía ante los periodistas que estaba «asombrado y agradecido», cuando «me llamó este señor ministro que no sé ni quién es para decirme que había ganado el Cervantes. Le he comentado que me ha dado usted el día, porque, pasados los ochenta, uno ya duerme mal». Mateo Díez cree que superar esa edad, doblar el cabo de Hornos, sí que es digno de aplauso. A mí, algunos de sus textos, que beben de las leyendas y del romancero popular, me recuerdan a los cuentos de o noso Xabier P. Docampo y su Cando petan na porta pola noite, al que tanto echamos de menos. Soñar en palabras al fuego de las lareiras, como una canción nocturna: «Yo solo soy un niño fascinado por lo que nos contaban», explica. Lean lo que pone en boca de uno de sus personajes en una de sus mejores obras: «‘‘Todo es una metáfora’’, musitó Paco Bodes, cuya mirada se perdía por un momento más allá del confín de la azotea, donde el mar de la noche inundaba la ciudad». Un Cervantes para todos los mayores que, como Mateo Díez, siguen vigentes y no dejan de iluminar nuestras vidas.