Hay una mujer que me insulta todos los días. Aunque ya nos conocíamos desde hace un tiempo, ahora está siempre cerca, obsesionada con entrar. Cada vez es más hostil y agresiva. Me fijo mucho, hago mis cálculos, y no veo que trate así a las otras mujeres de mi vecindario. No sé qué tiene conmigo. O yo con ella. A veces me sigue por la calle a grandes trancos, susurrándome cosas desagradables al oído; otras, me increpa a través de la pantalla del móvil; o incluso —y esto es lo peor— ha llegado a meterse en mi coche. Pero lo que más desea es entrar. Entrar en mi casa. Todos los días igual. Llama. Abro. Ojos cansados y tristes, piel apergaminada y gris, no tiene cejas. Soy yo. Sí, ya sé. ¿Qué quieres? Déjame entrar. No, no te dejo entrar. Y entonces, ahí en el umbral, la mano contra la puerta para que no le cierre en las narices, comienza escupir insultos. ¡Qué bestia y malhablada es! ¡Cómo sabe lo que tiene que decir! Frases que caen concisas y mordaces, arrojándome a la cara todo lo que ya no. Lo que ya no soy ni seré. Fuera. No tengo por qué seguir escuchando eso. No te hice nada. Lárgate de aquí. Mis amigos no tienen ni idea. Me daría vergüenza repetir lo que me dice. O me dirían que no es para tanto. Así que chitón. Boca cerrada. Últimamente voy cabizbaja, encogida sobre mí misma, vigilante; me he vuelto sumisa y callada. Algo tendré que hacer.
La vieja viene a por mí, lo sé, y, si no reacciono, acabará entrando.