Primera hora de la tarde en una oficina de Correos. Una mujer acude con un aviso para recoger un certificado enviado a su domicilio. El destinatario, su padre, muerto hace diez años. Cuando el cartero llamó a la puerta no había nadie en casa, así que, previsora, coge el aviso, el certificado de defunción, el libro de familia y el testamento y se presenta en la oficina para recoger un papel de un servicio de recaudación de una administración que no se identifica. Aborda a un funcionario.
—Vengo a recoger este certificado a nombre de mi padre, fallecido hace diez años y traigo…
—Uy, un certificado de un fallecido…
Por detrás del empleado, aparece otra funcionaria. Por la actitud, parece de rango mayor y amabilidad mucho menor.
—Uy, nada, nada, un certificado de un fallecido, imposible.
—Pero traigo el libro de familia, el certificado de defunción y el testamento...
—Nada, tienes que traer una autorización —exige, agria.
—¿Del fallecido?
—Sin la autorización no te lo damos.
—¿Del fallecido?
La mujer nota cómo el torrente sanguíneo le circula por el cuello. A velocidad notable y temperatura creciente.
—¿Y si llego a estar en casa me lo habriáis dado?
—Sí, pero aquí sin su autorización, no.
—¿Del fallecido? —arroja la mujer, alucinada. Coge los documentos y sus pertrechos y se va. La funcionaria deja que se vaya.
La historia acaba un par de horas después. Tras consultar la web de Correos, la mujer regresa a la oficina. Despacha con otro funcionario que le explica, amable, que no se puede entregar un certificado de un muerto sin autorización expresa de todos los herederos. Sigue sin tener sentido, pero al menos ahora los afectados están vivos. Hay muchos funcionarios buenos. Pero también muchos malos. O que están contratados por Marx. Groucho.