Hablar de Rusia se ha vuelto casi un sinónimo de hablar de Putin. Pocas cosas arrojan una imagen tan sólida del autoritarismo que somete al país. Predecir sus siguientes pasos ya no obedece a un análisis de su realidad ni de sus instituciones, sino a un juego psicológico para descifrar al autócrata.
Lejos quedan sus inicios, cuando permitía a los cazas americanos sobrevolar su territorio para combatir juntos el terrorismo o tanteaba una incorporación a la OTAN, como el exsecretario general de la organización Lord Robertson contaba a la BBC. Lejana parece, también, la hospitalidad de Rusia cuando albergó el Copa del Mundo de Fútbol o los Juegos Olímpicos de Invierno… aunque entonces Crimea ya había cambiado de manos y el Dombás ardía tras los tenebrosos episodios del Maidán. Los sueños de apertura democrática se desvanecieron tras las elecciones del 2012 y las posibilidades de ejercer la oposición o la libertad de expresión apenas existieron.
De fondo, los argumentos cambian. El mismo Putin que consideraba Ucrania un país soberano, que nunca invadiría, reclama ahora su pertenencia histórica a Rusia. Él, que exige un freno a la expansión de la OTAN, se muestra indiferente ante la incorporación finlandesa. El que actuó como agente de la KGB soviética predica ahora una fe ortodoxa fundamentalista y, mientras persigue a los «nazis» ucranianos, se olvida de la ultraderecha que campa por Rusia.
La ex corresponsal en Moscú del Financial Times Catherine Belton explica del modo más práctico la lógica del poder ruso. En Los hombres de Putin, Belton regresa a los noventa, a la alcaldía de San Petersburgo, para tejer los lazos de una arrasadora política de corrupción que alimenta a los actuales oligarcas y políticos, a quienes, como cualquier autocracia, lo único que importa es su permanencia en el poder.
La Rusia de hoy se crece en el estupor. Vive de la confusión, de distorsionar la lógica para que prevalezca la fe, lo místico. La guerra a gran escala ha quebrado la razón y las fronteras éticas: como Hitler decía a Goebbels en 1943, «nos permite resolver gran cantidad de problemas que no hubiéramos podido solucionar en tiempos normales».
No hay más ideales de fondo. Es un mal sucio, cutre, sin más motivación que su propia subsistencia, sin importar que los peor parados sean sus propios ciudadanos, que ven reducidas sus libertades y poder adquisitivo.
Tras la muerte de Navalni, uno recuerda a Tolstói: «Actualmente, en Rusia, el único lugar conveniente para un hombre honrado es la cárcel», y no parece suficiente. «Tarde o temprano, la utopía se vuelve una novela histórica», escribe Georgi Gospodínov.