Las olas de sentimentalismo preludian la polarización social, primero, y la violencia, después. Es el lenguaje preferido por toda suerte de populismos, más o menos autoritarios, más o menos de derechas o de izquierdas. Da igual. El sentimentalismo ahorra la dura tarea de pensar, esquiva la razón —tan dispuesta siempre a negarnos la razón— y, sobre todo, alcanza un estatuto maravilloso en la lucha política: lo sentimental no admite respuesta, es incontestable. Solo cabe estar contra él o a favor de él. Pero no puedes discutirle al presidente del Gobierno la declaración de amor por su mujer. Ni siquiera se le puede objetar que tal afecto sea relevante en el debate político sin que alguien advierta en tal argumento, perfectamente razonable, una falta de empatía.
En los pantanos sentimentalones de nuestro tiempo, la empatía señorea como reina de las virtudes, aunque casi siempre se reclama para que se respeten nuestras opiniones, que dejan así de ser discutibles. Rebatirlas con argumentos racionales significaría caer en el más abyecto de los pecados hoy: la falta de empatía. Y con en ese juego sentimentaloide se priva, insisto, de cualquier papel a la razón y, como consecuencia lógica, se imposibilita también la prudencia, considerada desde antiguo la virtud principal de quien gobierna.
Decía Joseph Pieper que el prudente no deja enturbiar su visión de la realidad por el sí o el no de la voluntad, sino que los hace depender de la verdad de las cosas. Por eso el líder verdadero inspira confianza, incluso cuando no se comparten sus decisiones. Los ciudadanos saben que pueden descansar en él, aunque prefieran a otro o a otra. Caerá quizá en el error, pero nunca en la arbitrariedad.